[artículo] in Historia de Argentina > N° 67 [01/01/0001] Título : | Historia del salario, trabajo, sindicatos y economía en la Argentina desde 1870 a fines del siglo XX | Tipo de documento: | texto impreso | Fecha de publicación: | 0001 | Nota general: | [ En Biblioteca Clacso ] | Idioma : | Español (spa) | Clasificación: | Historia de Argentina
| Resumen: | El régimen de regulación salarial en la Argentina moderna
1. Introducción
El régimen socio económico argentino presenta rasgos peculiares que otorgan
una fisonomía especial a su evolución. El proceso que debía desembocar en el
desarrollo no se concretó; en su lugar, las transformaciones que ocurrieron se traducen en un retraso relativo del país respecto a las posiciones que exhibía a comienzos de siglo (en términos de ingreso per cápita y otros semejantes).
Una de las variables que condicionó el proceso residió en la formación de un
mercado de trabajo en el que la relativa escasez de oferta otorgó un considerable poder de negociación a los trabajadores durante un período de cerca de medio siglo. La importancia de esa forma de funcionar en el devenir de la Argentina, que atraviesa ahora cambios muy profundos, merece una revisión de sus características de largo plazo y los efectos sociales que suscitó.
Esa perspectiva constituye el objeto de esta presentación que, a tales efectos, periodiza la historia económica argentina en tres etapas que se distinguen por las condiciones básicas que se supone asumió en cada una el mercado de trabajo.
Para cada una de ellas se trazan los factores constitutivos de ese mercado y sus efectos.
La primera parte presenta, en trazos muy resumidos, ese régimen desde
la formación de la Argentina moderna hasta la Segunda Guerra Mundial a efectos de disponer de un marco de referencia para lo que sigue. La segunda parte analiza la etapa que transcurre desde entonces hasta mediados de la décadas del ochenta; esa larga etapa se caracteriza por un régimen de pleno empleo (o muy cercano al mismo) que ofreció un elevado poder de negociación a los trabajadores y sus sindicatos. Dentro de ella, que se trata como un todo, se analizan los grandes trazos del fenómeno, como la evolución del sindicalismo, del salario real y de las prestaciones de bienes públicos así como elementos específicos referidos a la presencia y fortaleza de los sectores cuentapropistas y las problemáticas de negociación político social que van surgiendo.
El régimen de pleno empleó concluyó en la década del ochenta pero las políticas que llevaron a su fin comenzaron a aplicarse en 1975, momento que se adopta para iniciar la tercera parte que estudia el cambio de rumbo y estructura ocurrido desde entonces hasta la actualidad. En sus distintas secciones se analiza el proceso de transición y los mayores fenómenos que incidieron en el mercado de trabajo, así como sus antecedentes y consecuencias. Cabe insistir en que las referencias a ese régimen no tienen como objeto explicar la problemática de la economía argentina (mucho más compleja que eso) sino tratar dichos problemas desde ese ángulo privilegiado de observación que es el mercado de trabajo.
El estudio continúa con una rápido balance de la situación actual, un Anexo
sobre los problemas derivados de la disponibilidad y calidad de la información estadística, y una serie de tablas que contienen la evolución de los parámetros considerados decisivos en la evolución del mercado de trabajo local pero que se presentan por separado para no afectar a la lectura del texto.
2. Antecedentes históricos
La población argentina sumaba apenas dos millones de habitantes hacia 1870.
Sólo una tercera parte de sus casi tres millones de kilómetros cuadrados estaba poblado, de modo que el territorio era un enorme desierto cuya única ciudad importante era Buenos Aires. En esa época comenzó el boom generado en la producción de carne y cereales para el mercado externo en torno al cual se
reestructuró la nación. En veinte años la población se duplicó gracias al flujo inmigratorio europeo que llegó a aportar cien a doscientos mil personas por año.
En 1914, el país contaba con ocho millones de habitantes, número que ya no
volvería a duplicarse hasta 1947. Luego, hicieron falta más de cuarenta años para que el país superara la cifra de 32 millones de habitantes.
La ganadería pampeana demandaba un número muy escaso de peones; estos, que
trabajaban normalmente a caballo, constituían un grupo social particular, los
gauchos. La agricultura extensiva pampeana exigía una masa concentrada de
mano de obra en el momento de la cosecha; oferta que provenía en general del
exterior, denominada "trabajadores golondrina" porque volvían a su patria una
vez cumplidas esas tareas. La mano de obra para llevar a cabo las grandes obras de infraestructura, como los ferrocarriles y los puertos, fluctuaban con el ciclo y orientación de las inversiones y se desplazaba por el territorio en función de los proyectos; ella era, básicamente, inmigrante y transitoria.
La inmigración encontró dificultades para afincarse en las zonas rurales, debido al régimen de propiedad de la tierra, y en otras zonas debido al régimen de labor.
Esas condiciones llevaron a una mayoría de los extranjeros a optar por residir en la ciudad de Buenos Aires. Debido a ese flujo, la población de la urbe pasó de 15% a ser de 30% del total de población del país entre 1870 y 1914; en esa última fecha, la mitad de sus habitantes estaba formado por personas nacidas en el extranjero que, por sus edades promedio, aportaba una proporción aún mayor de la fuerza de trabajo local.
La concentración de la población en Buenos Aires creó un centro urbano que se
contaba entre los de mayor número de habitantes en el mundo hacia comienzos
de siglo. Como la ciudad captaba una parte apreciable de los beneficios derivados de las ventajas comparativas ofrecidas por la producción pampeana, disponía de una elevada riqueza per cápita; su gran mercado de consumo estimuló tanto las importaciones como la instalación de una serie de industrias dedicadas a atender la demanda local. Una elaborada y compleja red de normas dividió al mercado en dos partes que operaban en condiciones monopólicas. Una, reservada a ciertos bienes británicos (equipos de ferrocarril, carbón y textiles), cuya importación en
condiciones privilegiadas se consideraba decisiva para compensar a esa nación, principal compradora de la producción agraria argentina. Otra, no competitiva con aquella oferta, se reservaba a los empresarios locales mediante mecanismos que aseguraban su protección.
Esa situación dio origen a la formación temprana de una serie de unidades
fabriles en sectores protegidos (vino, cerveza, azúcar, confecciones, lonas) cuya demanda se sumó a los grandes servicios públicos (ferrocarriles, puertos) en la creación de un mercado de trabajo urbano que tomó forma en la última década del siglo XIX. No es casual que a partir de entonces se formaran los primeros sindicatos y se registraron los primeros conflictos de trabajo. Los sindicatos fueron organizados por trabajadores inmigrantes y resultaron hegemonizados por las corrientes anarquistas y, en menor medida, socialistas, que predominaban en ese grupo social. En sus primeras décadas de vida, el sindicalismo optó por la confrontación para consolidar sus reclamos; la respuesta consistió en una intensa represión.
El conflicto se agudizó en un proceso que se fue realimentando con el paso del tiempo. Una gran huelga en 1902 provocó la sanción inmediata de una ley (que se llamó de Residencia) que permitía expulsar a un agitador si se trataba de un extranjero, medida que fue aplicada con firmeza durante décadas en la espera de que doblegaré el liderazgo sindical. En 1909 un militante anarquista mató al jefe de policía en un atentado; esa respuesta a la violencia oficial sólo logró que la represión se incrementara más aún. La victoria del candidato del partido radical (el primero de posiciones reformistas) en las elecciones presidenciales de 1916
quebró por primera vez la hegemonía política de la antigua clase dominante y
alentó el crecimiento de las demandas sociales; la subsiguiente movilización
obrera fue enfrentada a sangre y fuego por la policía y, cuando hizo falta, por el ejército.
La represión de una huelga en una gran planta metalúrgica en 1919 provocó la
muerte de numerosos obreros; las manifestaciones, y la huelga general que la
siguió, dieron nuevos muertos. El conflicto, uno de los más graves de la historia argentina, conocido como la "Semana Trágica", movilizó a las fuerzas de derecha y alimentó la ira obrera. Dos años más tarde, otra huelga, esta vez de trabajadores agrarios en la región patagónica que se movilizaron con gran energía, volvió a generar una enérgica represión militar que provocó varios cientos de muertos, incluyendo numerosos fusilados por las tropas en operación. Esa represión sistemática terminó por contener la protesta social durante un par de décadas hasta que el movimiento obrero renació en nuevas condiciones y con nuevas estrategias.
La importancia de esas protestas se aprecia mejor si se tiene en cuenta que la clase obrera fabril se aproximaba al 25% de la población económicamente activa (PEA) de Buenos Aires en 1914, una proporción que no se volvió a repetir en la
historia de la ciudad (y el país) pese a la expansión industrial posterior. Esa clase estaba formada en esencia por trabajadores manuales de escasa calificación, que se concentraba en un grupo reducido de grandes establecimientos y en las unidades ferroviarios y otros servicios urbanos. Su presencia hacían de Buenos Aires una ciudad obrera; una amplia capa de mujeres (y niños) operaba en las fábricas o trabajaba a domicilio para atender los encargos patronales. El salario era elevado en relación a los europeos gracias a la riqueza del país y la oferta de alimentos a precios bajos; en cambio, los trabajadores sufrían condiciones muy severas de labor y la carencia de ciertos bienes y servicios. La vivienda era muy cara y objeto de especulación urbana; a modo de compensación, el despliegue de la educación masiva ofrecía perspectivas de progreso social para los hijos de los
trabajadores que vivían apretados en los conventillos.
Las leyes sociales eran pocas y acotadas a comienzos de siglo. Los defensores de ciertas posiciones reformistas quedaron ahogados por la ola represiva y la dureza de los enfrentamientos gremiales. La ley que estableció la jornada de ocho horas (y 48 horas semanales) recién se dictó en 1929. Aún así, desde mediados de la década del veinte se nota cierta disposición a conceder beneficios sociales (las primeras jubilaciones) a los trabajadores organizados en sectores privilegiados; los ferroviarios, telefónicos y empleados municipales de la Capital y otras ciudades grandes figuran entre los primeros privilegiados gracias a su poder de negociación en el mercado y las demandas sindicales al respecto. Las medidas adoptadas a favor de esos grupos sirvieron de antecedente a las que se asumieron de modo masivo a partir de la década del cuarenta, cuando se modificó la forma de funcionamiento de la economía y las relaciones de fuerzas en el mercado de
trabajo local.
Cambio de régimen y formación del mercado interno:
El modelo de aprovechamiento fácil de las ventajas comparativas derivadas de la fertilidad de la pampa comenzó a agotarse con la crisis de 1929, aunque la élite local mostró una sorprendente determinación a continuar el mismo rumbo como si nada hubiera pasado. Aún así, el país cambió. Las restricciones para importar durante la década del treinta, notablemente agravadas en el período de la Segunda Guerra Mundial, obligaron a erigir una industria que proveyera los bienes que ya no se podían traer del exterior. Esa etapa forzosa del proceso de sustitución de importaciones se vio dificultada por la escasa disponibilidad de las máquinas y equipos necesarios así como de insumos y materias primas estratégicas que era igualmente necesario y difícil de traer del exterior.
Los empresarios tuvieron que recurrir al uso intensivo de sus máquinas, muchas de las cuales llegaron a operar 24 horas por día. La contraparte de esa estrategia fue el rápido aumento del número de trabajadores fabriles que se notó sobre todo en Buenos Aires donde ya se concentraba la mitad de la producción industrial nacional. La necesidad de materias primas generó una demanda de bienes agrarios no explotados localmente que generó un auge casi inesperado en amplias zonas hasta entonces marginadas; el incremento de los cultivos de té, yerba mate, algodón, vid y otros señaló que la expansión fabril podía consolidar el avance de actividades y regiones agrarias.
El atraso relativo de estas estaba originado, en gran medida, en la estrategia hegemónica que privilegiaba de modo exclusivo la producción para el mercado externo de los bienes pampeanos con grandes ventajas naturales.
Las migraciones internas hacia el polo fabril de Buenos Aires alimentaron la
oferta de mano de obra y cambiaron su composición. Los antiguos trabajadores
extranjeros eran reemplazados por sus hijos o por gente que se desplazaba a la ciudad desde las zonas marginales del país. Esa nueva clase obrera se fortaleció desde mediados de la década del treinta y alcanzó a tener una notable presencia social hacia fines de la Segunda Guerra Mundial.
Los cambios en los flujos migratorios afectó a las cosechas pampeanas que
requerían una mano de obra estacional difícil de conseguir en las nuevas
condiciones; esa escasez contribuyó a frenar la actividad agrícola que se mantuvo estancada durante un par de décadas hasta que el avance de la mecanización de sus tareas permitió reducir la demanda de trabajo. Las exportaciones argentinas se concentraron en la carne, que requería menos mano de obra y contaba con el mercado británico, pero que no tenía suficiente capacidad para generar las divisas que el país necesitaba.
Esos cambios llevaron a una situación de pleno empleo hacia mediados de la
década del cuarenta que caracterizaría a la economía y la sociedad local en las tres décadas siguientes. Ese fenómeno se hizo evidente por primera vez en los años 1943 a 1945, cuyos conflictos políticos y sociales marcan un momento de quiebre en la Argentina previo al arribo del peronismo al poder. Aunque de modo confuso, la sociedad comienza a reconocer tanto la presencia de la industria, que ya ocupaba un rol apreciable en la producción local, como de una clase obrera que ya no podía ser enfrentada con la ley de Residencia.
3. El período de desarrollo económico con pleno empleo:
El pleno empleo se alcanza en la Argentina a mediados de la década del cuarenta y prosigue hasta fines de la década del ochenta. A lo largo de esos cuarenta años el desempleo aparece a veces como una preocupación retórica en las polémicas pero casi nunca como un problema real; las excepciones se limitan a algunas coyunturas (como la crisis de 1962-63) o se acotan a ciertas regiones donde impacta de modo intenso por razones sectoriales o específicas como ocurre en
Tucumán.
Las discusiones mayores en el ámbito nacional, sobre todo en
Buenos Aires por su presencia social y económica se centran en el nivel del
salario real y en otros beneficios sociales recibidos, o deseados, por los
trabajadores en un contexto que da por sentado, implícita o explícitamente, el régimen de pleno empleo.
En ese sentido, el pleno empleo que se asumió como un objetivo explícito de la política económica en Estados Unidos en 1946 (definido en la Full Employment
Act), y en las mayores naciones europeas en los años siguientes, bajo la presión de las demandas sociales, era ya un dato en la Argentina cuando se lo planteó como un objetivo político en el período de posguerra.
El pleno empleo fue acompañado por la expansión acelerada del movimiento
sindical que adquirió todos sus rasgos modernos en la década del cuarenta. En
1940 se registraban 450.000 afiliados sindicales; la cifra saltó a 880.000 hacia 1946 y a los dos millones en 1950. Esa cifra representaba un tercio de toda la PEA y más de 40% del número de asalariados en el país. El sindicalismo se organizó por ramas y se estructuró verticalmente en una central nacional única fomentada por una ley, la CGT. Por esa vía ganó poder político y social como organismo capaz de hacer valer sus demandas en las negociaciones con los empresarios y el gobierno. Hasta la década del ochenta, además, los mayores sindicatos que formaban parte de la CGT correspondían a ramas industriales y, definían la conducción de esa central mientras se disolvía el rol tradicional de los ferroviarios. La experiencia social igualaba al sindicalismo y la industria como dos fases de un mismo fenómeno.
En definitiva, a partir de 1945 la Argentina vivió en un régimen de pleno empleo que se caracterizó por la restricción del sector externo y la estrategia llamada de industrialización sustitutiva de importaciones. Esta política se consolidó pese a la añoranza de la elite tradicional por el período clásico de explotación de las ventajas comparativas naturales del país que ella imaginaba como posible de repetir. A lo largo de todo ese período, los conflictos políticos estuvieron
sometidos a las restricciones económicas, cuyo mayor exponente era la falta de divisas para importar, que desembocaba en crisis periódicas; a su vez, ésos conflictos se veían agudizados por las restricciones sociales, derivadas en especial del pleno empleo y las consiguientes tensiones que generaba en el
mercado de trabajo.
Sindicalismo en condiciones de pleno empleo:
El sindicalismo tuvo fuerza como expresión de la masa trabajadora tanto por su organización como por el hecho del pleno empleo que fortalecía sus demandas.
Los embates contra la organización sindical, que se repitieron a lo largo de todo el período, exhibieron los límites de una estrategia que no tomara en cuenta la tensión permanente en el mercado de trabajo. Las políticas de los gobiernos que se sucedieron oscilaron entre la represión y la negociación sin poder resolver el conflicto básico entre el capital y la mano de obra. La solución "natural" residía en el desarrollo económico pero este no ofrecía un ritmo suficiente como para satisfacer las demandas globales.
La CGT fue condicionada desde el gobierno durante el peronismo (1946-55),
intervenida y perseguida en los años siguientes (1955-58), reestructurada en
medio de fuertes enfrentamientos políticos y sociales (1958-63), y objeto de
diversos manipuleos en el período posterior. En todo ese tiempo se mantuvo
como un actor permanente, ya sea como órgano legal del movimiento obrero o
como fuerza social y política objetiva. Su composición interna se modificó
durante ese largo período, debido a los cambios en el desarrollo fabril, igual que sus formas de actuar, pero no su presencia. El predominio del sindicato de la carne (basado en los obreros de las grandes plantas frigoríficas para la exportación), propio de los años cuarenta, dio paso a un rol mayor, aunque transitorio, para los textiles (que tuvieron su etapa de auge en las décadas del cuarenta y cincuenta); más tarde, esos sindicatos cedieron su lugar a los metalúrgicos en consonancia con el avance de las actividades ligadas a esta rama que surgió en la década del sesenta.
La presencia de la CGT se hizo notar en las decisiones legales, como las que
fijaron una serie de beneficios sociales, y en las medidas que tendían a sostener un salario mínimo que permitiera cierto nivel de consumo considerado básico. La CGT también tuvo una intensa presencia política debido a la adscripción de sus dirigentes al movimiento peronista y su apoyo a dicha corriente durante un largo período, de modo que sindicalismo y peronismo llegaron a resultar sinónimos en la arena política local. Los sindicatos de rama cumplieron roles complementarios
en la medida en que tendieron a defender los salarios sectoriales (de modo que estos resultaron mayores en la mecánica que en el rubro de alimentos, por
ejemplo) y a obtener beneficios específicos que se sumaban a los ganados en el orden nacional por las batallas políticas.
La estructura sindical y el pleno empleo fueron los elementos que tendieron a
neutralizar las decisiones oficiales de enfrentamiento abierto con el movimiento obrero. Sucesivos gobierno ensayaron intervenir la CGT, decretar el estado de sitio y la movilización de los trabajadores, o enfrentar las huelgas con las armas sin que, a la larga, se lograra una salida estable. En enero de 1959, una huelga de trabajadores de un frigorífico en Buenos Aires volvió a provocar el llamado del gobierno al ejército; los tanques entraron en la planta y los sindicatos lanzaron una huelga general que amenazaba repetir la "Semana Trágica". En 1964 y 1965, la CGT ordenó la "toma pacífica" de numerosas fábricas como parte de una campaña contra el gobierno. En 1969 un movimiento de protesta obrera en las grandes plantas automotrices de la ciudad de Córdoba desató una movilización urbana, y una represión policial, que sacudió la política nacional. El "cordobazo", como se conoció a ese proceso, desató movilizaciones en otras zonas del país y contribuyó a provocar un cambio dentro del gobierno militar y la búsqueda de
una salida política que culminó con el retorno del peronismo al poder en 1973.
En 1974 y 1975, diversos grupos armados trabajaron junto a algunos sindicatos
para apoyar o impulsar los reclamos de ciertas conquistas sociales. Ese juego de presiones, que desbordaba a las demandas de la CGT, ocurría en medio de un
proceso de luchas sociales y acciones armadas que desembocaron en el nuevo
golpe militar de marzo de 1976 y la represión más sangrienta registrada en la
historia argentina.
A lo largo de todo el período, la represión se combinó con la persuasión. Los
momentos de mayor conflicto eran acompañados por tentativas de cooptación de
los dirigentes sindicales y la oferta de ciertos beneficios a algunos grupos de trabajadores para disminuir la tensión social o, al menos, evitar el avance de alternativas más radicales. El sindicalismo era visto al mismo tiempo como un enemigo y como un freno para el surgimiento de corrientes "revolucionarias" en el movimiento obrero. La Revolución Cubana había mostrado que la América Latina no era inmune al cambio y todos los dirigentes políticos del continente se alarmaron cuando los líderes de La Habana se esforzaron por difundir y extender la revolución.
El sindicalismo argentino se dividió en fracciones de distinto signo. Las más
combativas se diferenciaban de las más negociadoras y el poder relativo de cada una se modificaba en función de la coyuntura que atravesaba el país. Unas y otras se encontraron con las barreras provenientes de las restricciones económicas globales y la resistencia de la derecha a ceder más allá de ciertos límites. Los ciclos de negociación y represión se sucedieron en una espiral que comenzó a cambiar de dinámica a partir del golpe de estado de marzo de 1976 y las nuevas políticas que se ejecutaron entonces.
El salario en un mercado "tenso":
Entre 1940 y 1948, en coincidencia con el pleno empleo y el avance sindical en el plano organizativo y político, el salario real subió entre 30% y 50%; el valor más elevado corresponde a los peones y el más bajo a los obreros calificados. De ese modo, los trabajadores captaron una parte considerable del aumento de la riqueza nacional lograda durante los años de la Segunda Guerra. Ese avance se asemeja a lo ocurrido, más tarde o más temprano, en todas las naciones en vías de industrialización. No existe un método económico para evaluar el "equilibrio" de esos resultados (en términos de incentivo a la producción y/o de la distribución del ingreso) pero lo cierto es que a partir de 1950 ese progreso se
agota en la Argentina. Luego se nota una tendencia al retroceso del salario real, cuyo nivel era considerado "incompatible" con la evolución local. La crisis del sector externo en 1951 (primera de la posguerra) contribuyó a impulsar una caída del salario real del orden de 10% a 20%; ese cambio de tendencia provocó una reacción de los trabajadores, amenguada por su afiliación política al peronismo en el poder y la actitud conciliatoria de la dirigencia sindical. Varias huelgas y enfrentamientos con el gobierno señalaron la creciente disconformidad con la
nueva situación que pudo sostenerse gracias al poder político concentrado por el peronismo.
El salario dejó de crecer mientras el gobierno ensayó diversas alternativas para condicionar, o reducir, el control de las comisiones sindicales de planta sobre la actividad productiva. El activismo de estas restringía la libertad de decisión en el taller y provocaba el malestar de los empresarios quienes afirmaban que en esas condiciones no se podía producir. Un Congreso de la Productividad que juntó a sindicalistas y patrones, así como diversas iniciativas por recuperar el control patronal en las usinas, fracasaron ante la resistencia gremial, hasta que el golpe de estado de 1955 derrocó al gobierno peronista. Los intentos por desarticular el control sindical sobre la actividad productiva tomaron fuerza a partir de ese
cambio de orientación política y se extendieron por un plazo muy prolongado.
Los resultados objetivos al cabo del tiempo sugieren que los avances en esa
dirección se lograron a cambio de una estabilidad relativa del salario en torno a los valores alcanzados previamente.
En ese período comenzó a consolidarse el proceso de alza continua de precios
que marcaría a la economía argentina moderna. El promedio anual de inflación
fue de 25% anual entre 1955 y 1975 pero con oscilaciones muy amplias; hacia
1959 se registró un máximo de 100%, mientras que en 1968 se llegó al mínimo
de un 8% anual. Más allá de sus causas, la inflación serviría entre otras cosas a regular el salario real; este cayó en 1959, afectado por la aceleración del alza de precios, y desde ese momento los asalariados se vieron forzados a una actitud defensiva de sus remuneraciones reales. Las discusiones se centraban en valores nominales cuyo poder de compra resultaba rápidamente modificado por el alza continua de los precios. Las series disponibles sugieren que el salario real se mantuvo entre 1955 y 1965, exhibió una suave tendencia ascendente entre 1965 y 1972 y experimentó un salto en los dos años siguientes, en coincidencia con el retorno del peronismo al gobierno y antes de un nuevo retroceso motivado por la espiral inflacionaria y la política de un nuevo gobierno militar.
La mayor diferencia parece haber residido en la evolución de los ingresos de los trabajadores calificados y no calificados; los primeros tendieron a mejorar su posición mientras que los otros no llegaron a recuperar el ingreso real percibido durante los mejores años de la década del cincuenta. Eso explica que los salarios de ferroviarios, trabajadores textiles y de alimentos tendieron a la baja mientras mejoraba los correspondientes a las nuevas ramas fabriles como química, mecánica y, en especial, automotores.
En 1973 y 1974 la política de aliento a la actividad productiva llevada a cabo por el nuevo gobierno peronista llevó a su límite la situación de pleno empleo que contribuyó a su vez a afianzar las demandas sindicales por aumentos del salario real. Ese proceso culminó en una explosión inflacionaria conocida como el "rodrigazo" (derivado de Rodrigo, nombre del ministro que tomó las medidas que provocaron un alza de precios de 100% en el mes de julio de 1975). A partir de ese momento, la inflación trepó a un nivel promedio del 300% anual durante tres lustros, fenómeno que contribuyó a modificar en profundidad las condiciones de la economía argentina y el rol de los asalariados en ella.
Prestaciones sociales y bienes públicos:
La legislación fue estableciendo una serie de beneficios sociales para los
trabajadores que se sumaba a los que estos obtenían en sus negociaciones por
rama o sector con los empleadores. Una primer tanda de decisiones a mediados
de la década del cuarenta marcó hitos en ese sentido y creó una lógica que se
mantuvo a lo largo del tiempo; de hecho, medidas de ese mismo carácter fueron
tomadas por casi todos los gobiernos que sucedieron al primer peronismo hasta
mediados de la década del setenta.
En 1945 se estableció el pago de un sueldo anual complementario (aguinaldo) a
todos los trabajadores. Ese mismo año se legisla el derecho a vacaciones pagas de duración variable según la antigüedad del empleado en su puesto; más tarde se extendió el régimen de retiro por edad (hasta entonces sectorial) a todos los trabajadores, financiado con un aporte sobre el salario de cada uno. En 1957 se fijaron asignaciones obligatorias a los trabajadores con familia, solventadas con un aporte del conjunto de asalariados. En 1958 se estableció el pago a jubilados y pensionados de un porcentaje fijo del salario correspondiente de los trabajadores en actividad. En 1964 se legisla el llamado salario mínimo, vital y móvil que se debe regular periódicamente en función de las variaciones en el costo de la vida.
En 1970 se creó un régimen general y obligatorio de obras sociales, para atender la salud de los trabajadores y sus familias, cuya operación y control se otorgó a los sindicatos.
Esa masa de beneficios sociales no tuvo siempre la misma eficacia pero se fue
estableciendo como un complejo sistema de protección social reconocido y
defendido por los asalariados. Sus costos fueron (y son) difíciles de evaluar y, al igual que sus beneficios, no siempre recayeron en los sectores propuestos. El aporte jubilatorio de los trabajadores en actividad, por ejemplo, era superior en los primeros años del régimen al costo de sostener a los retirados; el excedente sirvió en los hechos como un impuesto cobrado por el Tesoro que éste aplicaba a gastos generales. Desde mediados de la década del sesenta, en cambio, la masa de jubilados (que pasó del 4% de los asalariados en 1950 al 16% en 1970) elevó las erogaciones del sistema. El régimen de jubilaciones encaró gastos mayores a sus ingresos y su creciente déficit demandó aportes especiales del presupuesto público. A medida que la población envejecía y se reducían las posibilidades de
percibir los fondos previstos, esa evolución planteó problemas para el equilibrio de ese último que se hicieron más y más difíciles. El déficit generó una tendencia a reducir el ingreso medio de los jubilados (pese a las normas legales) que cayó del 90% del percibido por los trabajadores activos a mediados de la década del cincuenta a sólo el 60% a comienzos de la década del setenta y a valores relativos
menores aún en el período siguiente.
A esas prestaciones sociales se sumaron otras derivadas de sucesivas políticas públicas destinadas a abaratar bienes esenciales para los sectores populares. Las primeras medidas incluyeron una reducción de los precios del transporte urbano y suburbano poco después de su nacionalización, en 1947, que representaron un apreciable subsidio oficial. En efecto, la caída de las tarifas reales del transporte se transformó en un déficit de las empresas respectivas que repercutió en el Tesoro nacional. Ya a mediados de la década del cincuenta, el subsidio del Estado a la empresa ferroviaria era uno de los mayores rubros del presupuesto nacional y un factor que frenaba la posibilidad de llevar a cabo planes de inversión y mejora en ese sistema, considerado estructuralmente deficitario.
Las protestas sociales contra el alza de las tarifas eléctricas en la segunda mitad de la década del cincuenta llevaron a la estatización de las empresas del sector y a una política de tarifas diferenciales que tendió a subsidiar a los sectores más pobres. Los resultados fueron semejantes a los mencionados para el ferrocarril aunque no tan marcados como aquellos debido a la presión del Banco Mundial; ese organismo internacional aprobó, desde la década del sesenta, una serie de préstamos para el desarrollo del sistema local de energía a condición de que se aplicaran tarifas "adecuadas".
La presión y permanencia del proceso inflacionario llevó a repetidas coyunturas
en las cuales la política económica giraba en torno al índice de precios vía el
control administrativo de los aumentos de sus principales rubros. En esos casos,
el ministro de Economía procuraba contener las tarifas de servicios públicos
(sobre todo en los rubros que medía el indicador del costo de la vida), o ciertos
bienes de oferta privada, como la carne (cuya incidencia en el índice se mantuvo
siempre muy alta debido a la fuerte propensión a su consumo por parte de los
sectores populares). Esas políticas eran revertidas cuando el aumento de los
costos hacía imposible seguir manteniendo tarifas "políticas" (en el caso de las
empresas públicas) u operaciones a pérdida (en el caso de la oferta privada) con
la consiguiente explosión de los índices en el momento de ajuste.
Una de las medidas de esa estrategia que tuvo gran impacto fue la prohibición
(renovada por un largo período) de corregir los alquileres de las viviendas de
acuerdo al índice del costo de la vida. Dicha norma logró que las erogaciones en
ese rubro bajaran del 18% del presupuesto de un asalariado en 1943 a sólo el 3%
en la década del sesenta (antes de ser eliminada definitivamente)8
.
A esos beneficios sociales, prácticamente imposibles de medir pero de enorme
impacto en la distribución local del ingreso, así como en la dinámica del sistema
productivo local, se agregaron subsidios directos no menos estratégicos. Uno de
los mayores consistió en la política de otorgar créditos para vivienda a plazos de
25 años con tasas de interés que no tenían en cuenta el proceso inflacionario; en
consecuencia, esos créditos se pagaban en cuotas de igual monto nominal pero
cuyo poder adquisitivo se erosionaba por la inflación. A las tasas de alzas de
precios vigentes en la Argentina eso implicaba que el valor real de la cuota caía a
la mitad en el tercer año y a menos de una décima parte de su valor original en el
décimo; el subsidio implícito se acercaba al 80% del valor de la vivienda. Ese
sistema permitió construir y entregar hasta cien mil uniades anuales durante la
primera mitad de la década del cincuenta que beneficiaron a otras tantas familias
obreras; el costo real fue una descapitalización acelerada del organismo que las
financiaba (el Banco Hipotecario Nacional) y la demanda de continuos aportes de
fondos adicionales. La crisis del Banco, a partir del momento en que el Tesoro
encontró serias dificultades para continuar haciendo aportes de tal magnitud,
obligó a suspender el sistema; su lógica se retomó a comienzos de la década del
setenta mediante la creación de un Fondo financiado por un aporte sobre los
salarios. Las cuotas seguían sin ajustarse a la inflación y el Fondo sólo pudo
mantenerse mientras se produjo el aporte. En este último caso, operaba como un
subsidio que pagaba el conjunto de los asalariados a quienes lograban obtener el
8
El cálculo está en Marshall (1981) y sus datos señalan que ese es el rubro que más modifició su
participación en el presupuesto de gastos de una familia obrera en ese período.
12
13
crédito correspondientes (que desde el principio incluyó decisiones de favor
político, o bien de corrupción lisa y llana).
En resumen, durante varias décadas, el panorama político económico argentino
incluyó beneficios sociales a los trabajadores y un sistema de subsidios cuyos
montos y efectos no son fáciles de medir pero pueden imaginarse. La extensión
de ese último sistema generó la parálisis de varias empresas públicas, aparte del
quiebre virtual del Banco Hipotecario Nacional. Las más afectadas fueron los
ferrocarriles, que llegaron a un estado de obsolescencia inédito a la década del
setenta (y continuaron su deterioro en las décadas siguientes) y el servicio de
provisión de agua potable y cloacas que en la práctica suspendió sus inversiones
desde mediados de la década del cincuenta de modo que el porcentaje de la
población servida por ella decayó en forma continua.
Asalariados y no asalariados en el mercado de trabajo
El aumento del salario real de comienzos de la década del cuarenta generó una
demanda de bienes de consumo que fortaleció la producción fabril en un círculo
virtuoso. Salario real y crecimiento industrial avanzaban a la par consolidando la
imagen de un desarrollo con bajo conflicto social. El crecimiento fabril se basó
en esa expansión del mercado interno, al mismo tiempo que se convertía en la
causa del incremento en la demanda de trabajo. La industria absorbió por sí sola
41% del aumento total del número trabajadores en el período 1947-60, de modo
que industria pasó a ser sinónimo de empleo (Cuadro 4). Los sindicatos pedían
más fábricas para que hubiera más puestos de trabajo, forjando de ese modo una
alianza objetiva con los agentes que proponían el modelo de industrialización
sustitutiva de importaciones.
El crecimiento industrial adquirió un carácter más capital intensivo a partir de la
década del sesenta. La demanda de personal generada por la instalación de las
nuevas ramas metal mecánicas, química y otras apenas superaba a la reducción
que ocurría en las más antiguas a medida que estas se contraían o reemplazaban
sus equipos obsoletos por otros más modernos. Esos cambios llevaron a que la
industria sólo absorbiera 4% a 7% de la mano de obra que se incorporó al
mercado entre 1960 y 1980 (Cuadro 4). La demanda dinámica de puestos de
trabajo se derivó a la construcción, el comercio y los servicios, cuya forma de
funcionamiento en la sociedad argentina permitió la expansión de una masa de
trabajadores por "cuenta propia" que comenzaron a marcar la vida local.
El total de ocupados por cuenta propia (pequeños empresarios, sus familiares,
técnicos y otros) osciló en torno al 27% del total de trabajadores en el período
1947-1980 (ver Cuadro 5). La relativa constancia de esa relación en el total
nacional disimula dos tendencias divergentes: el número de quienes operaban en
el ámbito urbano aumentó sistemáticamente mientras se reducía el de los
registrados en el sector agrario.
Los estudios sobre ese grupo social en los años sesenta y setenta destacan varias
características que los diferencia de otros casos similares en América Latina. La
13
14
mayoría de esos cuenta propistas tenían ocupación estable, ingresos promedio
superiores a los de los asalariados comparables, y estaban estrechamente
integrados al sistema social como miembros de la llamada clase media. Las
oportunidades brindadas por ese tipo de actividad atrajeron a muchos asalariados
que encontraban allí una vía de ascenso económico y social que no podían
recorrer en su empleo formal. El desplazamiento de los individuos con más
iniciativa hacia algunas profesiones cuenta propistas, como técnicos que reparan
distintos tipos de artefactos, pequeños comerciantes, taxistas, etc., fue uno de los
rasgos que marcó la evolución urbana (en especial de Buenos Aires) y generó una
fuerte impronta social9
.
La fecha de los censos de población no coincide con los ciclos económicos, si
bien la comparación de ambos permite advertir que ese fenómeno se originó en el
avance relativamente lento de la industria y las nuevas características técnicas
que desplegó. La convergencia entre empleo asalariado y crecimiento fabril que
se verificó con fuerza hasta 1960 perdió vigor en los años siguientes hasta 1974,
último de crecimiento industrial de la Argentina. A partir de esa fecha, el sector
perdió presencia en el tema del empleo y llegó a ser expulsor de personal, como
se verá más adelante.
La descripción anterior sugiere que las formas tomadas por el proceso de
desarrollo local ya marcaban diferencias con el modelo clásico. Hasta la década
del cincuenta, "industrialización" era equivalente de "asalarización". No se puede
decir lo mismo del período posterior, cuando esa asociación de variables dejó de
sostenerse mutuamente.
Salario real y dinámica socio económica
El mayor problema del modelo de industrialización sustitutiva de importaciones
era la misma causa que provocaba su aplicación: la restricción externa. La falta
de divisas impedía importar las máquinas que se requerían para continuar con el
avance fabril. Esa carencia impedía, incluso, sostenerlo dado que no permitía
renovar los equipos desgastados en el período de la Segunda Guerra (que no se
reemplazaron hasta mucho después de la década del sesenta) ni importar ciertos
insumos esenciales.
Las exportaciones locales no alcanzaban para pagar esas compras que tampoco
eran financiables por otras vías dada la ausencia de créditos en divisas en el
"mundo de Bretton Woods". La restriccion externa ponía un límite a los ritmos
de avance del proceso industrial y de la economía nacional.
El aumento de la producción fabril requería la importación de máquinas y de
insumos externos cuya demanda provocaba crisis del balanza de pagos que sólo
se podían resolver mediante una recesión y el aliento a las exportaciones (en su
casi totalidad, agrarias). Ese proceso de stop and go se repitió una y otra vez en
las tres primeras décadas de la posguerra sin que se le encontrara solución. El
9
El fenómeno del cuenta propismo en el mercado de trabajo local fue estudiado por Palomino (1987) de
donde se extraen diversos otros elementos para esta presentación.
14
15
problema no era insoluble (como lo demuestra la experiencia de otros países)
pero las pujas de intereses, los errores estratégicos y la enorme y continua
fluctuación de las políticas públicas impidieron solucionarlo a lo largo de un
extenso período10
.
Cada crisis de la balanza de pagos provocaba una política recesiva, destinada a
contraer el consumo interno de bienes exportables (carne y cereales), y una baja
de las importaciones de insumos. Una vez superada la coyuntura, se renovaba el
impulso fabril hasta que se llegaba, nuevamente, a la crisis.
Si el problema central era el cuello de botella de la balanza de pagos, la forma de
resolverlo pasaba por la caída del salario real. Alcanzar ese resultado no era fácil
en la situación argentina. Un miembro del establishment local concluía en 1972
que las políticas económicas propuestas por el Fondo Monetario Internacional
desde 1955 en adelante habían fracasado porque ninguna "fuerza política podía
imponer la estabilidad con un costo social y económico tan elevado" como el que
se requería para alcanzar esas metas11
.
No parece extraño que una de las tesis que se fue consolidando entre las elites
tradicionales cargara las culpas sobre el modelo fabril adoptado; la industria
generaba el pleno empleo, daba lugar a la presión salarial de los trabajadores y
los sindicatos, quebraba el "equilibrio" del sistema y no resolvía los temas del
desarrollo local porque producía a precios elevados y con baja calidad. Los
fracasos de la economía argentina quedaban acotados a los problemas del
desarrollo fabril y la presencia política de la clase obrera; de ese modo, el
diagnóstico se desconectaba de las dificultades que planteaba la inercia de una
estructura económica y social heredada del pasado y que insistía en explotar las
ventajas comparativas naturales12
.
10 Una excelente versión de este modelo está en Canitrot (1975) cuya publicación coincide con el
momento de cambio del rumbo del sistema económico argentino.
11 La cita es Juan Aleman (1972), pag 8, que resume su experiencia como funcionario de gobierno en el
período 1967-69 y propone las medidas que se deberían adoptar para sacar al país de esa situación,
algunas de las cuales se aplicaron en el período 1976-80, cuando asumió como secretario de Hacienda.
Entre otras cosas, el autor propone "prohibir las huelgas que, como expresión del derecho de fuerza, son
un anacronismo en nuestra época",pag 43.
12 Ese diagnóstico, no siempre expresado de manera tan drástica, está analizado en Schvarzer (1986)
como parte del estudio de las políticas económicas del golpe militar de 1976 y en Schvarzer (1991) y
(1996) como parte del estudio del comportamiento de los empresarios industriales argentinos.
15
16
Mediación y crisis en el mercado de trabajo
En un penetrante artículo escrito en 1943, M. Kalecki advertía que un régimen de
pleno empleo planteaba problemas que pasaban de la economía a la política
porque podría reducir la capacidad de los patrones para imponer la disciplina que
ellos consideran necesaria en el trabajo. En ese caso, decía, los patrones estarían
dispuestos, incluso, "a aceptar una rebaja de ganancias" a cambio de recuperar la
"disciplina en las fábricas y la estabilidad política"13. El objetivo de control social,
relacionado con el poder, podía ser lo suficientemente fuerte como para definir la
conducta de las empresarios. Kalecki se oponía a la idea simplista de que solo
estarían interesados en la maximización (coyuntural) de beneficios; por eso,
especulaba en ese trabajo con la hipótesis que los empresarios podían aceptar, o
provocar, una recesión para reducir el nivel de empleo y recuperar el control del
régimen de trabajo.
Es probable que ese modelo de análisis explique el descontento de gran parte de
la clase patronal argentina con el peronismo en el período 1946-55, régimen que
era considerado responsable del pleno empleo y de ceder "demasiado" ante las
demandas sindicales. El esfuerzo posterior al golpe de estado de 1955 se centró
en el desmantelamiento de una serie de medidas que favorecían al poder sindical
en las fábricas, como el régimen del delegado de planta que podía parar las tareas
en la misma por su propia voluntad si lo consideraba necesario. Esa batalla, que
duró largos años y marcó toda una etapa de la vida gremial argentina, exhibió los
límites encontrados por los sectores dominantes en las condiciones reales de
operación de la economía y la sociedad argentina. Los patrones redujeron el
poder del delegado de planta pero no eliminaron su presencia. La fuerza sindical,
junto con las condiciones del pleno empleo, llevaron a un equilibrio de largo
plazo en el que se mantenían, relativamente, los salarios reales y el poder
gremial.
Las coyunturas de crisis permitían a los empresarios avanzar sobre ese poder
hasta que el ciclo se revertía. El prolongado proceso inflacionario logró que las
demandas de los trabajadores asumieran cierto rol "defensivo" en lo que respecta
al salario; el alza de pecios hacia que el esfuerzo por recuperar cierto nivel previo
agotara su capacidad de actuar en los momentos de crisis y apenas permitía un
avance en los momentos de auge. Esa misma situación favoreció la presentación
de demandas sindicales menos relacionadas con el salario, como las referidas al
control de las obras sociales y otros ventajas "burocráticas" (o de provisión de
bienes públicos) que fueron obteniendo a lo largo del tiempo como elemento de
compensación.
La experiencia del gobierno peronista, así como de los gobiernos de distinto
signo que lo sucedieron, mostró que los intentos oficiales de mediación en el
mercado de trabajo se frustraban por la dificultad de convencer a las partes. Esos
resultados eran independientes de la posición política del grupo en el poder. En
13 Kalecki, "Political Aspects of Full Empleyment", publicado originalmente en Political Quaterly en
1943 y comentado en Felwell (1975), pag 225.
16
17
rigor, los problemas surgieron cuando el gobierno era proclive a uno de los
sectores, pero se hicieron más agudos cuando este trataba de defender una
posición "neutra" o una visión del conjunto global. Las dificultades de una
mediación se verificaron en la Argentina durante el gobierno peronista (1946-55)
así como en sucesivos intentos llevados a cabo luego; los intentos de gobiernos
populares en 1963-66 (radicales) y 1973-76 (peronistas) enfrentaron la intensa
resistencia de ambos grupos sociales (empresarios y asalariados) a ceder. En cada
caso, se llegó a un empate político o a una situación de crisis que culminó en un
golpe de estado. El último intento de concertación de ese tipo ocurrió en 1985-
86, en ocasión del lanzamiento de un plan anti inflacionario (el Austral) y su
fracaso abrió el camino para el cambio de rumbo en el que está embarcada
actualmente la economía argentina.
Las relaciones de causa y efecto no pueden ser afirmadas como absolutas dada la
enorme inestabilidad política de la Argentina y las intensas pujas de interés de
todo orden en el período considerado. De todos modos, esas dificultades para
mediar surgen como un fenómeno específico en función del marco económico y
social ya decripto. La experiencia argentina es un caso más que consolida la tesis
de Sellier que, basado en un temprano análisis de la experiencia de regulación
social en Francia, afirmaba que la representación de un supuesto interés colectivo
no siempre alcanza para convencer a las partes. Las dificultades del mediador se
potencian cuando este debe apelar a un interés colectivo que no puede demostrar
de modo convincente y no se basa en una experiencia social sentida por los
agentes enfrentados. El mediador tiene que convencer a las partes, concluía
Seller, "o está obligado a emplear la fuerza"14
.
Esa desilusion teórica con la experiencia práctica de la mediación en un contexto
de intenso poder de los asalariados modificó la actitud de los patrones argentinos
en la dirección prevista por Kalecki. La presión de los intereses que se negaban a
trazar las causas de la crisis en otros factores, como la baja productividad agraria
o las restricciones del sector externo, contribuyeron a la búsqueda de una salida
diferente a la apuesta a continuar el desarrollo. Un desemboque semejante
ocurrió en las mayores naciones de Europa Occidental. Un reciente artículo de
Glynn sostiene que las "dificultades para el manejo del conflicto distributivo"
fueron la causa mayor del fracaso político de los gobiernos social demócratas y
las políticas keynesianas en Europa Occidental que abrieron el camino a la crisis
actual15. La predicción de Kalecki en el sentido de que los patrones preferirían
una recesión, y una perdida transitoria de ganancias, a una situación de continuo
deterioro de su poder, se verificó varias veces en la Argentina y tomó fuerza a
partir de la crisis de 1975.
4. El cambio de rumbo en la economía argentina
14 Sellier en "Negociación colectiva en materia de salarios y condiciones para una mediación activa" en
Smith (1972), pag 133.
15 Glynn (1995).
17
18
La repetición del ciclo político económico durante tres décadas ocurría bajo
condiciones cambiantes de contexto pero sin que se solucionara el problema de
fondo. La actividad económica evolucionó con tono positivo a lo largo de todo el
período (aunque no suficiente como para satisfacer las demandas sociales). Más
aún, en los primeros años de la década del setenta surgieron fundadas esperanzas
de una mejora estructural a mediano plazo si se consolidaban nuevas tendencias
productivas. En primer lugar, se observaba el fortalecimiento de la estructura
fabril y el crecimiento de las exportaciones manufactureras, señalando un cambio
de régimen desde la ISI hacia una estrategia diferente de la oferta industrial. A
ese avance se sumaba una sensible mejora en la productividad agraria debido a
los efectos del cambio técnico que logró expandir los saldos exportables. Este
último progreso coincidía con el boom de los precios internacionales de las
materias primas registrado hacia 1974 (en paralelo con el shock petrolero) que
parecía ofrecer un alivio adicional en el sector externo. Esos cambios conteían
una doble virtud: prometían terminar con la restricción externa, que marcó el
medio siglo anterior de la economía argentina, al mismo tiempo que impulsaban
el avance productivo.
Esa perspectiva optimista coincidía con uno de los momentos de mayor presencia
política del movimiento gremial, ligado al arribo de un nuevo gobierno peronista,
y a las condiciones de mayor tensión conocidas en el mercado de trabajo local.
Este se veía signado por el pleno empleo y por la acción de activistas de
izquierda que amenazaban al poder patronal en las fábricas al mismo tiempo que
avanzaban los movimientos armados en el ámbito político y social. En esas
condiciones, la reiteración de la política económica previa planteaba un desafío a
toda la clase empresaria que esta no estaba dispuesta a admitir.
El desenlace fue escrito por Kalecki en 1943:
"The workers would 'get out of hand' and the 'captains of industry' would be
anxious to 'teach them a lesson'. Moreover, the increase in the up-swing is to the
disadvantage of small and big rentiers and makes them 'boom tired'.
"In this situation a powerful block is likely to be formed between big business
and the rentier interests, and they would probably find more than one economist
to declare that the situation was manifestly unsound. The pressure of all these
forces, and in particular of big business -as a rule influential in Government
departments- would most probably induce the Government to return to the
ortodox policy... A slump would follow..."16
.
La explosión inflacionaria de mediados de 1975 abrió el camino para un nuevo
ciclo recesivo, una rápida caída del salario real, y una crisis política que culminó
en el golpe de estado de marzo de 1976, la intervención de los sindicatos y la
represión del movimiento obrero.
El equipo económico del gobierno militar aplicó una política "ortodoxa" en sus
trazos generales que tuvo poco resultado en términos de combate a la inflación
pero bastante éxito en reconstruir el modo de funcionamiento de la economía
argentina. En los cinco años 1976-1981, la industria local, presentada como la
16 Kalecki (1943), obra citada, paga 227-8
18
19
"culpable" de las fallas del desarrollo argentino, sufrió el desmantelamiento del
sistema de apoyo creado en las décadas anteriores, la carga de elevados costos
financieros (que treparon rápidamente en términos reales a valores insólitos
debido a los cambios de política) y la competencia abierta de las importaciones
hasta entonces reguladas.
La política de "apertura a las importaciones" se pudo aplicar porque crecieron las
exportaciones agrarias pero, sobre todo, porque el nuevo panorama internacional
ofrecía la posibilidad de tomar créditos en cantidad casi ilimitada para financiar
esa estrategia. El sistema local entró en crisis en 1981 (un año antes que la crisis
de la deuda explotara en toda la América latina debido a la repetición de un
fenómeno similar en México) y la renovada restricción del sector externo se vio
agravada por las presiones de los acreedores internacionales17
.
Los salarios promedios cayeron entre 1975 y 1980 pero todo indica que el
fenómeno mayor fue la dispersión entre ramas y sectores. Los trabajadores de
empresas públicas y de actividades con alta densidad de personal calificado
exhibieron una notable capacidad para sostener sus niveles salariales respecto a
la evolución sufrida por los menos calificados y aquellos que permanecían en los
sectores en declinación. La represión al movimiento obrero fue combinada con
algunas concesiones a los trabajadores en una primera etapa del gobierno militar;
se estima que ese doble juego respondía a la intención de evitar la difusión de
posiciones extremas como las que proponían los movimientos armados. Aún así,
puede indicarse que el régimen cercano al pleno empleo fue una de las causas
mayores de esa resistencia de los asalariados; no es casual que se consolidara la
posición salarial de aquellos sectores donde existían "barreras a la entrada" por
razones sociales o institucionales (como las empresas públicas y las actividades
calificadas).
Un fenómeno apreciable se derivó de la reducción del ritmo de inflación a partir
de 1978 que contribuyó a mejorar los salarios reales; la inversión del proceso de
caída, que prosiguió hasta 1980, no alcanzó para recuperar los niveles anteriores
pero señala los problemas del manejo de la cuestión en las condiciones de esa
época (Cuadro 10). El cambio de tendencia coincidió con una de las etapas de
mayor poder del gobierno militar y con la desaparición práctica de toda amenaza
opositora; por eso puede postularse que esa evolución respondió a la forma de
funcionamiento del mercado de trabajo más que a las decisiones "políticas"18
.
La transición económica y el empleo en la década del ochenta
La crisis de 1981 generó efectos que se extendieron toda la década debido a la
presión de los acreedores externos. El ritmo inflacionario volvió a elevarse y se
17 Esta evolución está analizada en Schvarzer (1986) en todos sus detalles.
18 La práctica generalizada de "indexar" los salarios sobre la inflación pasada parecía ser un método de
sostener el salario real (en los niveles a los que había caído en 1976); sin embargo, cuando la tasa de
inflación cae, la indexación genera una recuperación del salario real que no había sido imaginada por
los responsables de la política económica en ese período.
19
20
inició una nueva onda recesiva que fortaleció una política de reducir los salarios;
estos llegaron a sus valores mínimos históricos a mediados de 1982. Un efecto
curioso de la crisis consistió en que la penuria de divisas obligó a cerrar la
economía durante esos años; la necesidad de generar un saldo comercial positivo
protegió a la industria local y hasta permitió la recuperación de algunas ramas
castigadas en el período previo por la irrupción masiva de bienes externos.
La política económica del período puede definirse como de muddling trough. Las
decisiones se tomaban en medio de sucesivas crisis políticas y económicas,
negociaciones difíciles con los acreedores externos y continuas erupciones
inflacionarias seguidas por intentos fracasados de estabilización. La década de
1980 fue de crecimiento cero (con lógicas fluctuaciones coyunturales); hubo un
leve aumento de la oferta agraria pampeana y estancamiento de la industria en
términos cuantitativos.
La oferta de mano de obra continuó creciendo. La PEA aumentó cerca de 32%
entre 1980 y 1991 a un ritmo mayor que el de la población (que fue de 17%)
debido a la reincorporación de gente de edad al mercado de trabajo y la mayor
presencia femenina.. El número de jubilados llegó a 3,5 millones a fines de ese
período, lo que representa una proporción de uno por cada cuatro activos,
relación que hacía imposible su financiación por el antiguo método de cargar el
costo sobre los asalariados. El déficit del sistema contribuyó a la política de
reducción de los ingresos de esa categoría que cayó a un monto promedio del
40% de lo percibido por los trabajadores en actividad (comparado con el 60% en
1970 y el 94% en 1950). Esas condiciones obligaron a gran número de jubilados
a retornar al mercado de trabajo en busca de algún ingreso adicional como se ve
en la tasa de actividad de los mayores de 65 años que trepó de 10% a 17% en ese
período (Cuadro 2).
Otra causa apreciable de crecimiento de la oferta de trabajo fue la entrada de las
mujeres en una proporción muy superior a la previa. Su tasa de actividad pasó de
27% a 40% en esa misma década, cambio que "explica" las dos terceras partes
del aumento de la tasa de actividad total (Cuadro 3). La mayoría de ese ingreso
de oferentes se concentró en el grupo de edades mayores a 45 años (Cuadro 2).
Este cambio es sustancial aunque una parte decisiva responde en cierta medida a
las modificaciones en la recopilación de los datos cuyos resultados exageran el
incremento real aunque no la tendencia presentada19
.
La orientación de esa oferta neta de mano de obra refleja la modificación de la
economía argentina. La mayoría de esos trabajadores se dirigieron hacia las
actividades por cuenta propia: dos tercios del incremento total en la década
pertenece a ese rubro (Cuadro 7)20. El tercio restante está calificado como
"asalariado" aunque su composición presenta algunas características "(siga viendo esta nota completa en la dirección https de Nota de Contenido) | Nota de contenido: | El régimen de regulación salarial en la Argentina moderna-Evolución económica Argentina desde 1870
https://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/otros/20111211110712/HOST3.pdfa fines del siglo XX.
|
[artículo] Historia del salario, trabajo, sindicatos y economía en la Argentina desde 1870 a fines del siglo XX [texto impreso] . - 0001. [ En Biblioteca Clacso ] Idioma : Español ( spa) in Historia de Argentina > N° 67 [01/01/0001] Clasificación: | Historia de Argentina
| Resumen: | El régimen de regulación salarial en la Argentina moderna
1. Introducción
El régimen socio económico argentino presenta rasgos peculiares que otorgan
una fisonomía especial a su evolución. El proceso que debía desembocar en el
desarrollo no se concretó; en su lugar, las transformaciones que ocurrieron se traducen en un retraso relativo del país respecto a las posiciones que exhibía a comienzos de siglo (en términos de ingreso per cápita y otros semejantes).
Una de las variables que condicionó el proceso residió en la formación de un
mercado de trabajo en el que la relativa escasez de oferta otorgó un considerable poder de negociación a los trabajadores durante un período de cerca de medio siglo. La importancia de esa forma de funcionar en el devenir de la Argentina, que atraviesa ahora cambios muy profundos, merece una revisión de sus características de largo plazo y los efectos sociales que suscitó.
Esa perspectiva constituye el objeto de esta presentación que, a tales efectos, periodiza la historia económica argentina en tres etapas que se distinguen por las condiciones básicas que se supone asumió en cada una el mercado de trabajo.
Para cada una de ellas se trazan los factores constitutivos de ese mercado y sus efectos.
La primera parte presenta, en trazos muy resumidos, ese régimen desde
la formación de la Argentina moderna hasta la Segunda Guerra Mundial a efectos de disponer de un marco de referencia para lo que sigue. La segunda parte analiza la etapa que transcurre desde entonces hasta mediados de la décadas del ochenta; esa larga etapa se caracteriza por un régimen de pleno empleo (o muy cercano al mismo) que ofreció un elevado poder de negociación a los trabajadores y sus sindicatos. Dentro de ella, que se trata como un todo, se analizan los grandes trazos del fenómeno, como la evolución del sindicalismo, del salario real y de las prestaciones de bienes públicos así como elementos específicos referidos a la presencia y fortaleza de los sectores cuentapropistas y las problemáticas de negociación político social que van surgiendo.
El régimen de pleno empleó concluyó en la década del ochenta pero las políticas que llevaron a su fin comenzaron a aplicarse en 1975, momento que se adopta para iniciar la tercera parte que estudia el cambio de rumbo y estructura ocurrido desde entonces hasta la actualidad. En sus distintas secciones se analiza el proceso de transición y los mayores fenómenos que incidieron en el mercado de trabajo, así como sus antecedentes y consecuencias. Cabe insistir en que las referencias a ese régimen no tienen como objeto explicar la problemática de la economía argentina (mucho más compleja que eso) sino tratar dichos problemas desde ese ángulo privilegiado de observación que es el mercado de trabajo.
El estudio continúa con una rápido balance de la situación actual, un Anexo
sobre los problemas derivados de la disponibilidad y calidad de la información estadística, y una serie de tablas que contienen la evolución de los parámetros considerados decisivos en la evolución del mercado de trabajo local pero que se presentan por separado para no afectar a la lectura del texto.
2. Antecedentes históricos
La población argentina sumaba apenas dos millones de habitantes hacia 1870.
Sólo una tercera parte de sus casi tres millones de kilómetros cuadrados estaba poblado, de modo que el territorio era un enorme desierto cuya única ciudad importante era Buenos Aires. En esa época comenzó el boom generado en la producción de carne y cereales para el mercado externo en torno al cual se
reestructuró la nación. En veinte años la población se duplicó gracias al flujo inmigratorio europeo que llegó a aportar cien a doscientos mil personas por año.
En 1914, el país contaba con ocho millones de habitantes, número que ya no
volvería a duplicarse hasta 1947. Luego, hicieron falta más de cuarenta años para que el país superara la cifra de 32 millones de habitantes.
La ganadería pampeana demandaba un número muy escaso de peones; estos, que
trabajaban normalmente a caballo, constituían un grupo social particular, los
gauchos. La agricultura extensiva pampeana exigía una masa concentrada de
mano de obra en el momento de la cosecha; oferta que provenía en general del
exterior, denominada "trabajadores golondrina" porque volvían a su patria una
vez cumplidas esas tareas. La mano de obra para llevar a cabo las grandes obras de infraestructura, como los ferrocarriles y los puertos, fluctuaban con el ciclo y orientación de las inversiones y se desplazaba por el territorio en función de los proyectos; ella era, básicamente, inmigrante y transitoria.
La inmigración encontró dificultades para afincarse en las zonas rurales, debido al régimen de propiedad de la tierra, y en otras zonas debido al régimen de labor.
Esas condiciones llevaron a una mayoría de los extranjeros a optar por residir en la ciudad de Buenos Aires. Debido a ese flujo, la población de la urbe pasó de 15% a ser de 30% del total de población del país entre 1870 y 1914; en esa última fecha, la mitad de sus habitantes estaba formado por personas nacidas en el extranjero que, por sus edades promedio, aportaba una proporción aún mayor de la fuerza de trabajo local.
La concentración de la población en Buenos Aires creó un centro urbano que se
contaba entre los de mayor número de habitantes en el mundo hacia comienzos
de siglo. Como la ciudad captaba una parte apreciable de los beneficios derivados de las ventajas comparativas ofrecidas por la producción pampeana, disponía de una elevada riqueza per cápita; su gran mercado de consumo estimuló tanto las importaciones como la instalación de una serie de industrias dedicadas a atender la demanda local. Una elaborada y compleja red de normas dividió al mercado en dos partes que operaban en condiciones monopólicas. Una, reservada a ciertos bienes británicos (equipos de ferrocarril, carbón y textiles), cuya importación en
condiciones privilegiadas se consideraba decisiva para compensar a esa nación, principal compradora de la producción agraria argentina. Otra, no competitiva con aquella oferta, se reservaba a los empresarios locales mediante mecanismos que aseguraban su protección.
Esa situación dio origen a la formación temprana de una serie de unidades
fabriles en sectores protegidos (vino, cerveza, azúcar, confecciones, lonas) cuya demanda se sumó a los grandes servicios públicos (ferrocarriles, puertos) en la creación de un mercado de trabajo urbano que tomó forma en la última década del siglo XIX. No es casual que a partir de entonces se formaran los primeros sindicatos y se registraron los primeros conflictos de trabajo. Los sindicatos fueron organizados por trabajadores inmigrantes y resultaron hegemonizados por las corrientes anarquistas y, en menor medida, socialistas, que predominaban en ese grupo social. En sus primeras décadas de vida, el sindicalismo optó por la confrontación para consolidar sus reclamos; la respuesta consistió en una intensa represión.
El conflicto se agudizó en un proceso que se fue realimentando con el paso del tiempo. Una gran huelga en 1902 provocó la sanción inmediata de una ley (que se llamó de Residencia) que permitía expulsar a un agitador si se trataba de un extranjero, medida que fue aplicada con firmeza durante décadas en la espera de que doblegaré el liderazgo sindical. En 1909 un militante anarquista mató al jefe de policía en un atentado; esa respuesta a la violencia oficial sólo logró que la represión se incrementara más aún. La victoria del candidato del partido radical (el primero de posiciones reformistas) en las elecciones presidenciales de 1916
quebró por primera vez la hegemonía política de la antigua clase dominante y
alentó el crecimiento de las demandas sociales; la subsiguiente movilización
obrera fue enfrentada a sangre y fuego por la policía y, cuando hizo falta, por el ejército.
La represión de una huelga en una gran planta metalúrgica en 1919 provocó la
muerte de numerosos obreros; las manifestaciones, y la huelga general que la
siguió, dieron nuevos muertos. El conflicto, uno de los más graves de la historia argentina, conocido como la "Semana Trágica", movilizó a las fuerzas de derecha y alimentó la ira obrera. Dos años más tarde, otra huelga, esta vez de trabajadores agrarios en la región patagónica que se movilizaron con gran energía, volvió a generar una enérgica represión militar que provocó varios cientos de muertos, incluyendo numerosos fusilados por las tropas en operación. Esa represión sistemática terminó por contener la protesta social durante un par de décadas hasta que el movimiento obrero renació en nuevas condiciones y con nuevas estrategias.
La importancia de esas protestas se aprecia mejor si se tiene en cuenta que la clase obrera fabril se aproximaba al 25% de la población económicamente activa (PEA) de Buenos Aires en 1914, una proporción que no se volvió a repetir en la
historia de la ciudad (y el país) pese a la expansión industrial posterior. Esa clase estaba formada en esencia por trabajadores manuales de escasa calificación, que se concentraba en un grupo reducido de grandes establecimientos y en las unidades ferroviarios y otros servicios urbanos. Su presencia hacían de Buenos Aires una ciudad obrera; una amplia capa de mujeres (y niños) operaba en las fábricas o trabajaba a domicilio para atender los encargos patronales. El salario era elevado en relación a los europeos gracias a la riqueza del país y la oferta de alimentos a precios bajos; en cambio, los trabajadores sufrían condiciones muy severas de labor y la carencia de ciertos bienes y servicios. La vivienda era muy cara y objeto de especulación urbana; a modo de compensación, el despliegue de la educación masiva ofrecía perspectivas de progreso social para los hijos de los
trabajadores que vivían apretados en los conventillos.
Las leyes sociales eran pocas y acotadas a comienzos de siglo. Los defensores de ciertas posiciones reformistas quedaron ahogados por la ola represiva y la dureza de los enfrentamientos gremiales. La ley que estableció la jornada de ocho horas (y 48 horas semanales) recién se dictó en 1929. Aún así, desde mediados de la década del veinte se nota cierta disposición a conceder beneficios sociales (las primeras jubilaciones) a los trabajadores organizados en sectores privilegiados; los ferroviarios, telefónicos y empleados municipales de la Capital y otras ciudades grandes figuran entre los primeros privilegiados gracias a su poder de negociación en el mercado y las demandas sindicales al respecto. Las medidas adoptadas a favor de esos grupos sirvieron de antecedente a las que se asumieron de modo masivo a partir de la década del cuarenta, cuando se modificó la forma de funcionamiento de la economía y las relaciones de fuerzas en el mercado de
trabajo local.
Cambio de régimen y formación del mercado interno:
El modelo de aprovechamiento fácil de las ventajas comparativas derivadas de la fertilidad de la pampa comenzó a agotarse con la crisis de 1929, aunque la élite local mostró una sorprendente determinación a continuar el mismo rumbo como si nada hubiera pasado. Aún así, el país cambió. Las restricciones para importar durante la década del treinta, notablemente agravadas en el período de la Segunda Guerra Mundial, obligaron a erigir una industria que proveyera los bienes que ya no se podían traer del exterior. Esa etapa forzosa del proceso de sustitución de importaciones se vio dificultada por la escasa disponibilidad de las máquinas y equipos necesarios así como de insumos y materias primas estratégicas que era igualmente necesario y difícil de traer del exterior.
Los empresarios tuvieron que recurrir al uso intensivo de sus máquinas, muchas de las cuales llegaron a operar 24 horas por día. La contraparte de esa estrategia fue el rápido aumento del número de trabajadores fabriles que se notó sobre todo en Buenos Aires donde ya se concentraba la mitad de la producción industrial nacional. La necesidad de materias primas generó una demanda de bienes agrarios no explotados localmente que generó un auge casi inesperado en amplias zonas hasta entonces marginadas; el incremento de los cultivos de té, yerba mate, algodón, vid y otros señaló que la expansión fabril podía consolidar el avance de actividades y regiones agrarias.
El atraso relativo de estas estaba originado, en gran medida, en la estrategia hegemónica que privilegiaba de modo exclusivo la producción para el mercado externo de los bienes pampeanos con grandes ventajas naturales.
Las migraciones internas hacia el polo fabril de Buenos Aires alimentaron la
oferta de mano de obra y cambiaron su composición. Los antiguos trabajadores
extranjeros eran reemplazados por sus hijos o por gente que se desplazaba a la ciudad desde las zonas marginales del país. Esa nueva clase obrera se fortaleció desde mediados de la década del treinta y alcanzó a tener una notable presencia social hacia fines de la Segunda Guerra Mundial.
Los cambios en los flujos migratorios afectó a las cosechas pampeanas que
requerían una mano de obra estacional difícil de conseguir en las nuevas
condiciones; esa escasez contribuyó a frenar la actividad agrícola que se mantuvo estancada durante un par de décadas hasta que el avance de la mecanización de sus tareas permitió reducir la demanda de trabajo. Las exportaciones argentinas se concentraron en la carne, que requería menos mano de obra y contaba con el mercado británico, pero que no tenía suficiente capacidad para generar las divisas que el país necesitaba.
Esos cambios llevaron a una situación de pleno empleo hacia mediados de la
década del cuarenta que caracterizaría a la economía y la sociedad local en las tres décadas siguientes. Ese fenómeno se hizo evidente por primera vez en los años 1943 a 1945, cuyos conflictos políticos y sociales marcan un momento de quiebre en la Argentina previo al arribo del peronismo al poder. Aunque de modo confuso, la sociedad comienza a reconocer tanto la presencia de la industria, que ya ocupaba un rol apreciable en la producción local, como de una clase obrera que ya no podía ser enfrentada con la ley de Residencia.
3. El período de desarrollo económico con pleno empleo:
El pleno empleo se alcanza en la Argentina a mediados de la década del cuarenta y prosigue hasta fines de la década del ochenta. A lo largo de esos cuarenta años el desempleo aparece a veces como una preocupación retórica en las polémicas pero casi nunca como un problema real; las excepciones se limitan a algunas coyunturas (como la crisis de 1962-63) o se acotan a ciertas regiones donde impacta de modo intenso por razones sectoriales o específicas como ocurre en
Tucumán.
Las discusiones mayores en el ámbito nacional, sobre todo en
Buenos Aires por su presencia social y económica se centran en el nivel del
salario real y en otros beneficios sociales recibidos, o deseados, por los
trabajadores en un contexto que da por sentado, implícita o explícitamente, el régimen de pleno empleo.
En ese sentido, el pleno empleo que se asumió como un objetivo explícito de la política económica en Estados Unidos en 1946 (definido en la Full Employment
Act), y en las mayores naciones europeas en los años siguientes, bajo la presión de las demandas sociales, era ya un dato en la Argentina cuando se lo planteó como un objetivo político en el período de posguerra.
El pleno empleo fue acompañado por la expansión acelerada del movimiento
sindical que adquirió todos sus rasgos modernos en la década del cuarenta. En
1940 se registraban 450.000 afiliados sindicales; la cifra saltó a 880.000 hacia 1946 y a los dos millones en 1950. Esa cifra representaba un tercio de toda la PEA y más de 40% del número de asalariados en el país. El sindicalismo se organizó por ramas y se estructuró verticalmente en una central nacional única fomentada por una ley, la CGT. Por esa vía ganó poder político y social como organismo capaz de hacer valer sus demandas en las negociaciones con los empresarios y el gobierno. Hasta la década del ochenta, además, los mayores sindicatos que formaban parte de la CGT correspondían a ramas industriales y, definían la conducción de esa central mientras se disolvía el rol tradicional de los ferroviarios. La experiencia social igualaba al sindicalismo y la industria como dos fases de un mismo fenómeno.
En definitiva, a partir de 1945 la Argentina vivió en un régimen de pleno empleo que se caracterizó por la restricción del sector externo y la estrategia llamada de industrialización sustitutiva de importaciones. Esta política se consolidó pese a la añoranza de la elite tradicional por el período clásico de explotación de las ventajas comparativas naturales del país que ella imaginaba como posible de repetir. A lo largo de todo ese período, los conflictos políticos estuvieron
sometidos a las restricciones económicas, cuyo mayor exponente era la falta de divisas para importar, que desembocaba en crisis periódicas; a su vez, ésos conflictos se veían agudizados por las restricciones sociales, derivadas en especial del pleno empleo y las consiguientes tensiones que generaba en el
mercado de trabajo.
Sindicalismo en condiciones de pleno empleo:
El sindicalismo tuvo fuerza como expresión de la masa trabajadora tanto por su organización como por el hecho del pleno empleo que fortalecía sus demandas.
Los embates contra la organización sindical, que se repitieron a lo largo de todo el período, exhibieron los límites de una estrategia que no tomara en cuenta la tensión permanente en el mercado de trabajo. Las políticas de los gobiernos que se sucedieron oscilaron entre la represión y la negociación sin poder resolver el conflicto básico entre el capital y la mano de obra. La solución "natural" residía en el desarrollo económico pero este no ofrecía un ritmo suficiente como para satisfacer las demandas globales.
La CGT fue condicionada desde el gobierno durante el peronismo (1946-55),
intervenida y perseguida en los años siguientes (1955-58), reestructurada en
medio de fuertes enfrentamientos políticos y sociales (1958-63), y objeto de
diversos manipuleos en el período posterior. En todo ese tiempo se mantuvo
como un actor permanente, ya sea como órgano legal del movimiento obrero o
como fuerza social y política objetiva. Su composición interna se modificó
durante ese largo período, debido a los cambios en el desarrollo fabril, igual que sus formas de actuar, pero no su presencia. El predominio del sindicato de la carne (basado en los obreros de las grandes plantas frigoríficas para la exportación), propio de los años cuarenta, dio paso a un rol mayor, aunque transitorio, para los textiles (que tuvieron su etapa de auge en las décadas del cuarenta y cincuenta); más tarde, esos sindicatos cedieron su lugar a los metalúrgicos en consonancia con el avance de las actividades ligadas a esta rama que surgió en la década del sesenta.
La presencia de la CGT se hizo notar en las decisiones legales, como las que
fijaron una serie de beneficios sociales, y en las medidas que tendían a sostener un salario mínimo que permitiera cierto nivel de consumo considerado básico. La CGT también tuvo una intensa presencia política debido a la adscripción de sus dirigentes al movimiento peronista y su apoyo a dicha corriente durante un largo período, de modo que sindicalismo y peronismo llegaron a resultar sinónimos en la arena política local. Los sindicatos de rama cumplieron roles complementarios
en la medida en que tendieron a defender los salarios sectoriales (de modo que estos resultaron mayores en la mecánica que en el rubro de alimentos, por
ejemplo) y a obtener beneficios específicos que se sumaban a los ganados en el orden nacional por las batallas políticas.
La estructura sindical y el pleno empleo fueron los elementos que tendieron a
neutralizar las decisiones oficiales de enfrentamiento abierto con el movimiento obrero. Sucesivos gobierno ensayaron intervenir la CGT, decretar el estado de sitio y la movilización de los trabajadores, o enfrentar las huelgas con las armas sin que, a la larga, se lograra una salida estable. En enero de 1959, una huelga de trabajadores de un frigorífico en Buenos Aires volvió a provocar el llamado del gobierno al ejército; los tanques entraron en la planta y los sindicatos lanzaron una huelga general que amenazaba repetir la "Semana Trágica". En 1964 y 1965, la CGT ordenó la "toma pacífica" de numerosas fábricas como parte de una campaña contra el gobierno. En 1969 un movimiento de protesta obrera en las grandes plantas automotrices de la ciudad de Córdoba desató una movilización urbana, y una represión policial, que sacudió la política nacional. El "cordobazo", como se conoció a ese proceso, desató movilizaciones en otras zonas del país y contribuyó a provocar un cambio dentro del gobierno militar y la búsqueda de
una salida política que culminó con el retorno del peronismo al poder en 1973.
En 1974 y 1975, diversos grupos armados trabajaron junto a algunos sindicatos
para apoyar o impulsar los reclamos de ciertas conquistas sociales. Ese juego de presiones, que desbordaba a las demandas de la CGT, ocurría en medio de un
proceso de luchas sociales y acciones armadas que desembocaron en el nuevo
golpe militar de marzo de 1976 y la represión más sangrienta registrada en la
historia argentina.
A lo largo de todo el período, la represión se combinó con la persuasión. Los
momentos de mayor conflicto eran acompañados por tentativas de cooptación de
los dirigentes sindicales y la oferta de ciertos beneficios a algunos grupos de trabajadores para disminuir la tensión social o, al menos, evitar el avance de alternativas más radicales. El sindicalismo era visto al mismo tiempo como un enemigo y como un freno para el surgimiento de corrientes "revolucionarias" en el movimiento obrero. La Revolución Cubana había mostrado que la América Latina no era inmune al cambio y todos los dirigentes políticos del continente se alarmaron cuando los líderes de La Habana se esforzaron por difundir y extender la revolución.
El sindicalismo argentino se dividió en fracciones de distinto signo. Las más
combativas se diferenciaban de las más negociadoras y el poder relativo de cada una se modificaba en función de la coyuntura que atravesaba el país. Unas y otras se encontraron con las barreras provenientes de las restricciones económicas globales y la resistencia de la derecha a ceder más allá de ciertos límites. Los ciclos de negociación y represión se sucedieron en una espiral que comenzó a cambiar de dinámica a partir del golpe de estado de marzo de 1976 y las nuevas políticas que se ejecutaron entonces.
El salario en un mercado "tenso":
Entre 1940 y 1948, en coincidencia con el pleno empleo y el avance sindical en el plano organizativo y político, el salario real subió entre 30% y 50%; el valor más elevado corresponde a los peones y el más bajo a los obreros calificados. De ese modo, los trabajadores captaron una parte considerable del aumento de la riqueza nacional lograda durante los años de la Segunda Guerra. Ese avance se asemeja a lo ocurrido, más tarde o más temprano, en todas las naciones en vías de industrialización. No existe un método económico para evaluar el "equilibrio" de esos resultados (en términos de incentivo a la producción y/o de la distribución del ingreso) pero lo cierto es que a partir de 1950 ese progreso se
agota en la Argentina. Luego se nota una tendencia al retroceso del salario real, cuyo nivel era considerado "incompatible" con la evolución local. La crisis del sector externo en 1951 (primera de la posguerra) contribuyó a impulsar una caída del salario real del orden de 10% a 20%; ese cambio de tendencia provocó una reacción de los trabajadores, amenguada por su afiliación política al peronismo en el poder y la actitud conciliatoria de la dirigencia sindical. Varias huelgas y enfrentamientos con el gobierno señalaron la creciente disconformidad con la
nueva situación que pudo sostenerse gracias al poder político concentrado por el peronismo.
El salario dejó de crecer mientras el gobierno ensayó diversas alternativas para condicionar, o reducir, el control de las comisiones sindicales de planta sobre la actividad productiva. El activismo de estas restringía la libertad de decisión en el taller y provocaba el malestar de los empresarios quienes afirmaban que en esas condiciones no se podía producir. Un Congreso de la Productividad que juntó a sindicalistas y patrones, así como diversas iniciativas por recuperar el control patronal en las usinas, fracasaron ante la resistencia gremial, hasta que el golpe de estado de 1955 derrocó al gobierno peronista. Los intentos por desarticular el control sindical sobre la actividad productiva tomaron fuerza a partir de ese
cambio de orientación política y se extendieron por un plazo muy prolongado.
Los resultados objetivos al cabo del tiempo sugieren que los avances en esa
dirección se lograron a cambio de una estabilidad relativa del salario en torno a los valores alcanzados previamente.
En ese período comenzó a consolidarse el proceso de alza continua de precios
que marcaría a la economía argentina moderna. El promedio anual de inflación
fue de 25% anual entre 1955 y 1975 pero con oscilaciones muy amplias; hacia
1959 se registró un máximo de 100%, mientras que en 1968 se llegó al mínimo
de un 8% anual. Más allá de sus causas, la inflación serviría entre otras cosas a regular el salario real; este cayó en 1959, afectado por la aceleración del alza de precios, y desde ese momento los asalariados se vieron forzados a una actitud defensiva de sus remuneraciones reales. Las discusiones se centraban en valores nominales cuyo poder de compra resultaba rápidamente modificado por el alza continua de los precios. Las series disponibles sugieren que el salario real se mantuvo entre 1955 y 1965, exhibió una suave tendencia ascendente entre 1965 y 1972 y experimentó un salto en los dos años siguientes, en coincidencia con el retorno del peronismo al gobierno y antes de un nuevo retroceso motivado por la espiral inflacionaria y la política de un nuevo gobierno militar.
La mayor diferencia parece haber residido en la evolución de los ingresos de los trabajadores calificados y no calificados; los primeros tendieron a mejorar su posición mientras que los otros no llegaron a recuperar el ingreso real percibido durante los mejores años de la década del cincuenta. Eso explica que los salarios de ferroviarios, trabajadores textiles y de alimentos tendieron a la baja mientras mejoraba los correspondientes a las nuevas ramas fabriles como química, mecánica y, en especial, automotores.
En 1973 y 1974 la política de aliento a la actividad productiva llevada a cabo por el nuevo gobierno peronista llevó a su límite la situación de pleno empleo que contribuyó a su vez a afianzar las demandas sindicales por aumentos del salario real. Ese proceso culminó en una explosión inflacionaria conocida como el "rodrigazo" (derivado de Rodrigo, nombre del ministro que tomó las medidas que provocaron un alza de precios de 100% en el mes de julio de 1975). A partir de ese momento, la inflación trepó a un nivel promedio del 300% anual durante tres lustros, fenómeno que contribuyó a modificar en profundidad las condiciones de la economía argentina y el rol de los asalariados en ella.
Prestaciones sociales y bienes públicos:
La legislación fue estableciendo una serie de beneficios sociales para los
trabajadores que se sumaba a los que estos obtenían en sus negociaciones por
rama o sector con los empleadores. Una primer tanda de decisiones a mediados
de la década del cuarenta marcó hitos en ese sentido y creó una lógica que se
mantuvo a lo largo del tiempo; de hecho, medidas de ese mismo carácter fueron
tomadas por casi todos los gobiernos que sucedieron al primer peronismo hasta
mediados de la década del setenta.
En 1945 se estableció el pago de un sueldo anual complementario (aguinaldo) a
todos los trabajadores. Ese mismo año se legisla el derecho a vacaciones pagas de duración variable según la antigüedad del empleado en su puesto; más tarde se extendió el régimen de retiro por edad (hasta entonces sectorial) a todos los trabajadores, financiado con un aporte sobre el salario de cada uno. En 1957 se fijaron asignaciones obligatorias a los trabajadores con familia, solventadas con un aporte del conjunto de asalariados. En 1958 se estableció el pago a jubilados y pensionados de un porcentaje fijo del salario correspondiente de los trabajadores en actividad. En 1964 se legisla el llamado salario mínimo, vital y móvil que se debe regular periódicamente en función de las variaciones en el costo de la vida.
En 1970 se creó un régimen general y obligatorio de obras sociales, para atender la salud de los trabajadores y sus familias, cuya operación y control se otorgó a los sindicatos.
Esa masa de beneficios sociales no tuvo siempre la misma eficacia pero se fue
estableciendo como un complejo sistema de protección social reconocido y
defendido por los asalariados. Sus costos fueron (y son) difíciles de evaluar y, al igual que sus beneficios, no siempre recayeron en los sectores propuestos. El aporte jubilatorio de los trabajadores en actividad, por ejemplo, era superior en los primeros años del régimen al costo de sostener a los retirados; el excedente sirvió en los hechos como un impuesto cobrado por el Tesoro que éste aplicaba a gastos generales. Desde mediados de la década del sesenta, en cambio, la masa de jubilados (que pasó del 4% de los asalariados en 1950 al 16% en 1970) elevó las erogaciones del sistema. El régimen de jubilaciones encaró gastos mayores a sus ingresos y su creciente déficit demandó aportes especiales del presupuesto público. A medida que la población envejecía y se reducían las posibilidades de
percibir los fondos previstos, esa evolución planteó problemas para el equilibrio de ese último que se hicieron más y más difíciles. El déficit generó una tendencia a reducir el ingreso medio de los jubilados (pese a las normas legales) que cayó del 90% del percibido por los trabajadores activos a mediados de la década del cincuenta a sólo el 60% a comienzos de la década del setenta y a valores relativos
menores aún en el período siguiente.
A esas prestaciones sociales se sumaron otras derivadas de sucesivas políticas públicas destinadas a abaratar bienes esenciales para los sectores populares. Las primeras medidas incluyeron una reducción de los precios del transporte urbano y suburbano poco después de su nacionalización, en 1947, que representaron un apreciable subsidio oficial. En efecto, la caída de las tarifas reales del transporte se transformó en un déficit de las empresas respectivas que repercutió en el Tesoro nacional. Ya a mediados de la década del cincuenta, el subsidio del Estado a la empresa ferroviaria era uno de los mayores rubros del presupuesto nacional y un factor que frenaba la posibilidad de llevar a cabo planes de inversión y mejora en ese sistema, considerado estructuralmente deficitario.
Las protestas sociales contra el alza de las tarifas eléctricas en la segunda mitad de la década del cincuenta llevaron a la estatización de las empresas del sector y a una política de tarifas diferenciales que tendió a subsidiar a los sectores más pobres. Los resultados fueron semejantes a los mencionados para el ferrocarril aunque no tan marcados como aquellos debido a la presión del Banco Mundial; ese organismo internacional aprobó, desde la década del sesenta, una serie de préstamos para el desarrollo del sistema local de energía a condición de que se aplicaran tarifas "adecuadas".
La presión y permanencia del proceso inflacionario llevó a repetidas coyunturas
en las cuales la política económica giraba en torno al índice de precios vía el
control administrativo de los aumentos de sus principales rubros. En esos casos,
el ministro de Economía procuraba contener las tarifas de servicios públicos
(sobre todo en los rubros que medía el indicador del costo de la vida), o ciertos
bienes de oferta privada, como la carne (cuya incidencia en el índice se mantuvo
siempre muy alta debido a la fuerte propensión a su consumo por parte de los
sectores populares). Esas políticas eran revertidas cuando el aumento de los
costos hacía imposible seguir manteniendo tarifas "políticas" (en el caso de las
empresas públicas) u operaciones a pérdida (en el caso de la oferta privada) con
la consiguiente explosión de los índices en el momento de ajuste.
Una de las medidas de esa estrategia que tuvo gran impacto fue la prohibición
(renovada por un largo período) de corregir los alquileres de las viviendas de
acuerdo al índice del costo de la vida. Dicha norma logró que las erogaciones en
ese rubro bajaran del 18% del presupuesto de un asalariado en 1943 a sólo el 3%
en la década del sesenta (antes de ser eliminada definitivamente)8
.
A esos beneficios sociales, prácticamente imposibles de medir pero de enorme
impacto en la distribución local del ingreso, así como en la dinámica del sistema
productivo local, se agregaron subsidios directos no menos estratégicos. Uno de
los mayores consistió en la política de otorgar créditos para vivienda a plazos de
25 años con tasas de interés que no tenían en cuenta el proceso inflacionario; en
consecuencia, esos créditos se pagaban en cuotas de igual monto nominal pero
cuyo poder adquisitivo se erosionaba por la inflación. A las tasas de alzas de
precios vigentes en la Argentina eso implicaba que el valor real de la cuota caía a
la mitad en el tercer año y a menos de una décima parte de su valor original en el
décimo; el subsidio implícito se acercaba al 80% del valor de la vivienda. Ese
sistema permitió construir y entregar hasta cien mil uniades anuales durante la
primera mitad de la década del cincuenta que beneficiaron a otras tantas familias
obreras; el costo real fue una descapitalización acelerada del organismo que las
financiaba (el Banco Hipotecario Nacional) y la demanda de continuos aportes de
fondos adicionales. La crisis del Banco, a partir del momento en que el Tesoro
encontró serias dificultades para continuar haciendo aportes de tal magnitud,
obligó a suspender el sistema; su lógica se retomó a comienzos de la década del
setenta mediante la creación de un Fondo financiado por un aporte sobre los
salarios. Las cuotas seguían sin ajustarse a la inflación y el Fondo sólo pudo
mantenerse mientras se produjo el aporte. En este último caso, operaba como un
subsidio que pagaba el conjunto de los asalariados a quienes lograban obtener el
8
El cálculo está en Marshall (1981) y sus datos señalan que ese es el rubro que más modifició su
participación en el presupuesto de gastos de una familia obrera en ese período.
12
13
crédito correspondientes (que desde el principio incluyó decisiones de favor
político, o bien de corrupción lisa y llana).
En resumen, durante varias décadas, el panorama político económico argentino
incluyó beneficios sociales a los trabajadores y un sistema de subsidios cuyos
montos y efectos no son fáciles de medir pero pueden imaginarse. La extensión
de ese último sistema generó la parálisis de varias empresas públicas, aparte del
quiebre virtual del Banco Hipotecario Nacional. Las más afectadas fueron los
ferrocarriles, que llegaron a un estado de obsolescencia inédito a la década del
setenta (y continuaron su deterioro en las décadas siguientes) y el servicio de
provisión de agua potable y cloacas que en la práctica suspendió sus inversiones
desde mediados de la década del cincuenta de modo que el porcentaje de la
población servida por ella decayó en forma continua.
Asalariados y no asalariados en el mercado de trabajo
El aumento del salario real de comienzos de la década del cuarenta generó una
demanda de bienes de consumo que fortaleció la producción fabril en un círculo
virtuoso. Salario real y crecimiento industrial avanzaban a la par consolidando la
imagen de un desarrollo con bajo conflicto social. El crecimiento fabril se basó
en esa expansión del mercado interno, al mismo tiempo que se convertía en la
causa del incremento en la demanda de trabajo. La industria absorbió por sí sola
41% del aumento total del número trabajadores en el período 1947-60, de modo
que industria pasó a ser sinónimo de empleo (Cuadro 4). Los sindicatos pedían
más fábricas para que hubiera más puestos de trabajo, forjando de ese modo una
alianza objetiva con los agentes que proponían el modelo de industrialización
sustitutiva de importaciones.
El crecimiento industrial adquirió un carácter más capital intensivo a partir de la
década del sesenta. La demanda de personal generada por la instalación de las
nuevas ramas metal mecánicas, química y otras apenas superaba a la reducción
que ocurría en las más antiguas a medida que estas se contraían o reemplazaban
sus equipos obsoletos por otros más modernos. Esos cambios llevaron a que la
industria sólo absorbiera 4% a 7% de la mano de obra que se incorporó al
mercado entre 1960 y 1980 (Cuadro 4). La demanda dinámica de puestos de
trabajo se derivó a la construcción, el comercio y los servicios, cuya forma de
funcionamiento en la sociedad argentina permitió la expansión de una masa de
trabajadores por "cuenta propia" que comenzaron a marcar la vida local.
El total de ocupados por cuenta propia (pequeños empresarios, sus familiares,
técnicos y otros) osciló en torno al 27% del total de trabajadores en el período
1947-1980 (ver Cuadro 5). La relativa constancia de esa relación en el total
nacional disimula dos tendencias divergentes: el número de quienes operaban en
el ámbito urbano aumentó sistemáticamente mientras se reducía el de los
registrados en el sector agrario.
Los estudios sobre ese grupo social en los años sesenta y setenta destacan varias
características que los diferencia de otros casos similares en América Latina. La
13
14
mayoría de esos cuenta propistas tenían ocupación estable, ingresos promedio
superiores a los de los asalariados comparables, y estaban estrechamente
integrados al sistema social como miembros de la llamada clase media. Las
oportunidades brindadas por ese tipo de actividad atrajeron a muchos asalariados
que encontraban allí una vía de ascenso económico y social que no podían
recorrer en su empleo formal. El desplazamiento de los individuos con más
iniciativa hacia algunas profesiones cuenta propistas, como técnicos que reparan
distintos tipos de artefactos, pequeños comerciantes, taxistas, etc., fue uno de los
rasgos que marcó la evolución urbana (en especial de Buenos Aires) y generó una
fuerte impronta social9
.
La fecha de los censos de población no coincide con los ciclos económicos, si
bien la comparación de ambos permite advertir que ese fenómeno se originó en el
avance relativamente lento de la industria y las nuevas características técnicas
que desplegó. La convergencia entre empleo asalariado y crecimiento fabril que
se verificó con fuerza hasta 1960 perdió vigor en los años siguientes hasta 1974,
último de crecimiento industrial de la Argentina. A partir de esa fecha, el sector
perdió presencia en el tema del empleo y llegó a ser expulsor de personal, como
se verá más adelante.
La descripción anterior sugiere que las formas tomadas por el proceso de
desarrollo local ya marcaban diferencias con el modelo clásico. Hasta la década
del cincuenta, "industrialización" era equivalente de "asalarización". No se puede
decir lo mismo del período posterior, cuando esa asociación de variables dejó de
sostenerse mutuamente.
Salario real y dinámica socio económica
El mayor problema del modelo de industrialización sustitutiva de importaciones
era la misma causa que provocaba su aplicación: la restricción externa. La falta
de divisas impedía importar las máquinas que se requerían para continuar con el
avance fabril. Esa carencia impedía, incluso, sostenerlo dado que no permitía
renovar los equipos desgastados en el período de la Segunda Guerra (que no se
reemplazaron hasta mucho después de la década del sesenta) ni importar ciertos
insumos esenciales.
Las exportaciones locales no alcanzaban para pagar esas compras que tampoco
eran financiables por otras vías dada la ausencia de créditos en divisas en el
"mundo de Bretton Woods". La restriccion externa ponía un límite a los ritmos
de avance del proceso industrial y de la economía nacional.
El aumento de la producción fabril requería la importación de máquinas y de
insumos externos cuya demanda provocaba crisis del balanza de pagos que sólo
se podían resolver mediante una recesión y el aliento a las exportaciones (en su
casi totalidad, agrarias). Ese proceso de stop and go se repitió una y otra vez en
las tres primeras décadas de la posguerra sin que se le encontrara solución. El
9
El fenómeno del cuenta propismo en el mercado de trabajo local fue estudiado por Palomino (1987) de
donde se extraen diversos otros elementos para esta presentación.
14
15
problema no era insoluble (como lo demuestra la experiencia de otros países)
pero las pujas de intereses, los errores estratégicos y la enorme y continua
fluctuación de las políticas públicas impidieron solucionarlo a lo largo de un
extenso período10
.
Cada crisis de la balanza de pagos provocaba una política recesiva, destinada a
contraer el consumo interno de bienes exportables (carne y cereales), y una baja
de las importaciones de insumos. Una vez superada la coyuntura, se renovaba el
impulso fabril hasta que se llegaba, nuevamente, a la crisis.
Si el problema central era el cuello de botella de la balanza de pagos, la forma de
resolverlo pasaba por la caída del salario real. Alcanzar ese resultado no era fácil
en la situación argentina. Un miembro del establishment local concluía en 1972
que las políticas económicas propuestas por el Fondo Monetario Internacional
desde 1955 en adelante habían fracasado porque ninguna "fuerza política podía
imponer la estabilidad con un costo social y económico tan elevado" como el que
se requería para alcanzar esas metas11
.
No parece extraño que una de las tesis que se fue consolidando entre las elites
tradicionales cargara las culpas sobre el modelo fabril adoptado; la industria
generaba el pleno empleo, daba lugar a la presión salarial de los trabajadores y
los sindicatos, quebraba el "equilibrio" del sistema y no resolvía los temas del
desarrollo local porque producía a precios elevados y con baja calidad. Los
fracasos de la economía argentina quedaban acotados a los problemas del
desarrollo fabril y la presencia política de la clase obrera; de ese modo, el
diagnóstico se desconectaba de las dificultades que planteaba la inercia de una
estructura económica y social heredada del pasado y que insistía en explotar las
ventajas comparativas naturales12
.
10 Una excelente versión de este modelo está en Canitrot (1975) cuya publicación coincide con el
momento de cambio del rumbo del sistema económico argentino.
11 La cita es Juan Aleman (1972), pag 8, que resume su experiencia como funcionario de gobierno en el
período 1967-69 y propone las medidas que se deberían adoptar para sacar al país de esa situación,
algunas de las cuales se aplicaron en el período 1976-80, cuando asumió como secretario de Hacienda.
Entre otras cosas, el autor propone "prohibir las huelgas que, como expresión del derecho de fuerza, son
un anacronismo en nuestra época",pag 43.
12 Ese diagnóstico, no siempre expresado de manera tan drástica, está analizado en Schvarzer (1986)
como parte del estudio de las políticas económicas del golpe militar de 1976 y en Schvarzer (1991) y
(1996) como parte del estudio del comportamiento de los empresarios industriales argentinos.
15
16
Mediación y crisis en el mercado de trabajo
En un penetrante artículo escrito en 1943, M. Kalecki advertía que un régimen de
pleno empleo planteaba problemas que pasaban de la economía a la política
porque podría reducir la capacidad de los patrones para imponer la disciplina que
ellos consideran necesaria en el trabajo. En ese caso, decía, los patrones estarían
dispuestos, incluso, "a aceptar una rebaja de ganancias" a cambio de recuperar la
"disciplina en las fábricas y la estabilidad política"13. El objetivo de control social,
relacionado con el poder, podía ser lo suficientemente fuerte como para definir la
conducta de las empresarios. Kalecki se oponía a la idea simplista de que solo
estarían interesados en la maximización (coyuntural) de beneficios; por eso,
especulaba en ese trabajo con la hipótesis que los empresarios podían aceptar, o
provocar, una recesión para reducir el nivel de empleo y recuperar el control del
régimen de trabajo.
Es probable que ese modelo de análisis explique el descontento de gran parte de
la clase patronal argentina con el peronismo en el período 1946-55, régimen que
era considerado responsable del pleno empleo y de ceder "demasiado" ante las
demandas sindicales. El esfuerzo posterior al golpe de estado de 1955 se centró
en el desmantelamiento de una serie de medidas que favorecían al poder sindical
en las fábricas, como el régimen del delegado de planta que podía parar las tareas
en la misma por su propia voluntad si lo consideraba necesario. Esa batalla, que
duró largos años y marcó toda una etapa de la vida gremial argentina, exhibió los
límites encontrados por los sectores dominantes en las condiciones reales de
operación de la economía y la sociedad argentina. Los patrones redujeron el
poder del delegado de planta pero no eliminaron su presencia. La fuerza sindical,
junto con las condiciones del pleno empleo, llevaron a un equilibrio de largo
plazo en el que se mantenían, relativamente, los salarios reales y el poder
gremial.
Las coyunturas de crisis permitían a los empresarios avanzar sobre ese poder
hasta que el ciclo se revertía. El prolongado proceso inflacionario logró que las
demandas de los trabajadores asumieran cierto rol "defensivo" en lo que respecta
al salario; el alza de pecios hacia que el esfuerzo por recuperar cierto nivel previo
agotara su capacidad de actuar en los momentos de crisis y apenas permitía un
avance en los momentos de auge. Esa misma situación favoreció la presentación
de demandas sindicales menos relacionadas con el salario, como las referidas al
control de las obras sociales y otros ventajas "burocráticas" (o de provisión de
bienes públicos) que fueron obteniendo a lo largo del tiempo como elemento de
compensación.
La experiencia del gobierno peronista, así como de los gobiernos de distinto
signo que lo sucedieron, mostró que los intentos oficiales de mediación en el
mercado de trabajo se frustraban por la dificultad de convencer a las partes. Esos
resultados eran independientes de la posición política del grupo en el poder. En
13 Kalecki, "Political Aspects of Full Empleyment", publicado originalmente en Political Quaterly en
1943 y comentado en Felwell (1975), pag 225.
16
17
rigor, los problemas surgieron cuando el gobierno era proclive a uno de los
sectores, pero se hicieron más agudos cuando este trataba de defender una
posición "neutra" o una visión del conjunto global. Las dificultades de una
mediación se verificaron en la Argentina durante el gobierno peronista (1946-55)
así como en sucesivos intentos llevados a cabo luego; los intentos de gobiernos
populares en 1963-66 (radicales) y 1973-76 (peronistas) enfrentaron la intensa
resistencia de ambos grupos sociales (empresarios y asalariados) a ceder. En cada
caso, se llegó a un empate político o a una situación de crisis que culminó en un
golpe de estado. El último intento de concertación de ese tipo ocurrió en 1985-
86, en ocasión del lanzamiento de un plan anti inflacionario (el Austral) y su
fracaso abrió el camino para el cambio de rumbo en el que está embarcada
actualmente la economía argentina.
Las relaciones de causa y efecto no pueden ser afirmadas como absolutas dada la
enorme inestabilidad política de la Argentina y las intensas pujas de interés de
todo orden en el período considerado. De todos modos, esas dificultades para
mediar surgen como un fenómeno específico en función del marco económico y
social ya decripto. La experiencia argentina es un caso más que consolida la tesis
de Sellier que, basado en un temprano análisis de la experiencia de regulación
social en Francia, afirmaba que la representación de un supuesto interés colectivo
no siempre alcanza para convencer a las partes. Las dificultades del mediador se
potencian cuando este debe apelar a un interés colectivo que no puede demostrar
de modo convincente y no se basa en una experiencia social sentida por los
agentes enfrentados. El mediador tiene que convencer a las partes, concluía
Seller, "o está obligado a emplear la fuerza"14
.
Esa desilusion teórica con la experiencia práctica de la mediación en un contexto
de intenso poder de los asalariados modificó la actitud de los patrones argentinos
en la dirección prevista por Kalecki. La presión de los intereses que se negaban a
trazar las causas de la crisis en otros factores, como la baja productividad agraria
o las restricciones del sector externo, contribuyeron a la búsqueda de una salida
diferente a la apuesta a continuar el desarrollo. Un desemboque semejante
ocurrió en las mayores naciones de Europa Occidental. Un reciente artículo de
Glynn sostiene que las "dificultades para el manejo del conflicto distributivo"
fueron la causa mayor del fracaso político de los gobiernos social demócratas y
las políticas keynesianas en Europa Occidental que abrieron el camino a la crisis
actual15. La predicción de Kalecki en el sentido de que los patrones preferirían
una recesión, y una perdida transitoria de ganancias, a una situación de continuo
deterioro de su poder, se verificó varias veces en la Argentina y tomó fuerza a
partir de la crisis de 1975.
4. El cambio de rumbo en la economía argentina
14 Sellier en "Negociación colectiva en materia de salarios y condiciones para una mediación activa" en
Smith (1972), pag 133.
15 Glynn (1995).
17
18
La repetición del ciclo político económico durante tres décadas ocurría bajo
condiciones cambiantes de contexto pero sin que se solucionara el problema de
fondo. La actividad económica evolucionó con tono positivo a lo largo de todo el
período (aunque no suficiente como para satisfacer las demandas sociales). Más
aún, en los primeros años de la década del setenta surgieron fundadas esperanzas
de una mejora estructural a mediano plazo si se consolidaban nuevas tendencias
productivas. En primer lugar, se observaba el fortalecimiento de la estructura
fabril y el crecimiento de las exportaciones manufactureras, señalando un cambio
de régimen desde la ISI hacia una estrategia diferente de la oferta industrial. A
ese avance se sumaba una sensible mejora en la productividad agraria debido a
los efectos del cambio técnico que logró expandir los saldos exportables. Este
último progreso coincidía con el boom de los precios internacionales de las
materias primas registrado hacia 1974 (en paralelo con el shock petrolero) que
parecía ofrecer un alivio adicional en el sector externo. Esos cambios conteían
una doble virtud: prometían terminar con la restricción externa, que marcó el
medio siglo anterior de la economía argentina, al mismo tiempo que impulsaban
el avance productivo.
Esa perspectiva optimista coincidía con uno de los momentos de mayor presencia
política del movimiento gremial, ligado al arribo de un nuevo gobierno peronista,
y a las condiciones de mayor tensión conocidas en el mercado de trabajo local.
Este se veía signado por el pleno empleo y por la acción de activistas de
izquierda que amenazaban al poder patronal en las fábricas al mismo tiempo que
avanzaban los movimientos armados en el ámbito político y social. En esas
condiciones, la reiteración de la política económica previa planteaba un desafío a
toda la clase empresaria que esta no estaba dispuesta a admitir.
El desenlace fue escrito por Kalecki en 1943:
"The workers would 'get out of hand' and the 'captains of industry' would be
anxious to 'teach them a lesson'. Moreover, the increase in the up-swing is to the
disadvantage of small and big rentiers and makes them 'boom tired'.
"In this situation a powerful block is likely to be formed between big business
and the rentier interests, and they would probably find more than one economist
to declare that the situation was manifestly unsound. The pressure of all these
forces, and in particular of big business -as a rule influential in Government
departments- would most probably induce the Government to return to the
ortodox policy... A slump would follow..."16
.
La explosión inflacionaria de mediados de 1975 abrió el camino para un nuevo
ciclo recesivo, una rápida caída del salario real, y una crisis política que culminó
en el golpe de estado de marzo de 1976, la intervención de los sindicatos y la
represión del movimiento obrero.
El equipo económico del gobierno militar aplicó una política "ortodoxa" en sus
trazos generales que tuvo poco resultado en términos de combate a la inflación
pero bastante éxito en reconstruir el modo de funcionamiento de la economía
argentina. En los cinco años 1976-1981, la industria local, presentada como la
16 Kalecki (1943), obra citada, paga 227-8
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"culpable" de las fallas del desarrollo argentino, sufrió el desmantelamiento del
sistema de apoyo creado en las décadas anteriores, la carga de elevados costos
financieros (que treparon rápidamente en términos reales a valores insólitos
debido a los cambios de política) y la competencia abierta de las importaciones
hasta entonces reguladas.
La política de "apertura a las importaciones" se pudo aplicar porque crecieron las
exportaciones agrarias pero, sobre todo, porque el nuevo panorama internacional
ofrecía la posibilidad de tomar créditos en cantidad casi ilimitada para financiar
esa estrategia. El sistema local entró en crisis en 1981 (un año antes que la crisis
de la deuda explotara en toda la América latina debido a la repetición de un
fenómeno similar en México) y la renovada restricción del sector externo se vio
agravada por las presiones de los acreedores internacionales17
.
Los salarios promedios cayeron entre 1975 y 1980 pero todo indica que el
fenómeno mayor fue la dispersión entre ramas y sectores. Los trabajadores de
empresas públicas y de actividades con alta densidad de personal calificado
exhibieron una notable capacidad para sostener sus niveles salariales respecto a
la evolución sufrida por los menos calificados y aquellos que permanecían en los
sectores en declinación. La represión al movimiento obrero fue combinada con
algunas concesiones a los trabajadores en una primera etapa del gobierno militar;
se estima que ese doble juego respondía a la intención de evitar la difusión de
posiciones extremas como las que proponían los movimientos armados. Aún así,
puede indicarse que el régimen cercano al pleno empleo fue una de las causas
mayores de esa resistencia de los asalariados; no es casual que se consolidara la
posición salarial de aquellos sectores donde existían "barreras a la entrada" por
razones sociales o institucionales (como las empresas públicas y las actividades
calificadas).
Un fenómeno apreciable se derivó de la reducción del ritmo de inflación a partir
de 1978 que contribuyó a mejorar los salarios reales; la inversión del proceso de
caída, que prosiguió hasta 1980, no alcanzó para recuperar los niveles anteriores
pero señala los problemas del manejo de la cuestión en las condiciones de esa
época (Cuadro 10). El cambio de tendencia coincidió con una de las etapas de
mayor poder del gobierno militar y con la desaparición práctica de toda amenaza
opositora; por eso puede postularse que esa evolución respondió a la forma de
funcionamiento del mercado de trabajo más que a las decisiones "políticas"18
.
La transición económica y el empleo en la década del ochenta
La crisis de 1981 generó efectos que se extendieron toda la década debido a la
presión de los acreedores externos. El ritmo inflacionario volvió a elevarse y se
17 Esta evolución está analizada en Schvarzer (1986) en todos sus detalles.
18 La práctica generalizada de "indexar" los salarios sobre la inflación pasada parecía ser un método de
sostener el salario real (en los niveles a los que había caído en 1976); sin embargo, cuando la tasa de
inflación cae, la indexación genera una recuperación del salario real que no había sido imaginada por
los responsables de la política económica en ese período.
19
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inició una nueva onda recesiva que fortaleció una política de reducir los salarios;
estos llegaron a sus valores mínimos históricos a mediados de 1982. Un efecto
curioso de la crisis consistió en que la penuria de divisas obligó a cerrar la
economía durante esos años; la necesidad de generar un saldo comercial positivo
protegió a la industria local y hasta permitió la recuperación de algunas ramas
castigadas en el período previo por la irrupción masiva de bienes externos.
La política económica del período puede definirse como de muddling trough. Las
decisiones se tomaban en medio de sucesivas crisis políticas y económicas,
negociaciones difíciles con los acreedores externos y continuas erupciones
inflacionarias seguidas por intentos fracasados de estabilización. La década de
1980 fue de crecimiento cero (con lógicas fluctuaciones coyunturales); hubo un
leve aumento de la oferta agraria pampeana y estancamiento de la industria en
términos cuantitativos.
La oferta de mano de obra continuó creciendo. La PEA aumentó cerca de 32%
entre 1980 y 1991 a un ritmo mayor que el de la población (que fue de 17%)
debido a la reincorporación de gente de edad al mercado de trabajo y la mayor
presencia femenina.. El número de jubilados llegó a 3,5 millones a fines de ese
período, lo que representa una proporción de uno por cada cuatro activos,
relación que hacía imposible su financiación por el antiguo método de cargar el
costo sobre los asalariados. El déficit del sistema contribuyó a la política de
reducción de los ingresos de esa categoría que cayó a un monto promedio del
40% de lo percibido por los trabajadores en actividad (comparado con el 60% en
1970 y el 94% en 1950). Esas condiciones obligaron a gran número de jubilados
a retornar al mercado de trabajo en busca de algún ingreso adicional como se ve
en la tasa de actividad de los mayores de 65 años que trepó de 10% a 17% en ese
período (Cuadro 2).
Otra causa apreciable de crecimiento de la oferta de trabajo fue la entrada de las
mujeres en una proporción muy superior a la previa. Su tasa de actividad pasó de
27% a 40% en esa misma década, cambio que "explica" las dos terceras partes
del aumento de la tasa de actividad total (Cuadro 3). La mayoría de ese ingreso
de oferentes se concentró en el grupo de edades mayores a 45 años (Cuadro 2).
Este cambio es sustancial aunque una parte decisiva responde en cierta medida a
las modificaciones en la recopilación de los datos cuyos resultados exageran el
incremento real aunque no la tendencia presentada19
.
La orientación de esa oferta neta de mano de obra refleja la modificación de la
economía argentina. La mayoría de esos trabajadores se dirigieron hacia las
actividades por cuenta propia: dos tercios del incremento total en la década
pertenece a ese rubro (Cuadro 7)20. El tercio restante está calificado como
"asalariado" aunque su composición presenta algunas características "(siga viendo esta nota completa en la dirección https de Nota de Contenido) | Nota de contenido: | El régimen de regulación salarial en la Argentina moderna-Evolución económica Argentina desde 1870
https://biblioteca.clacso.edu.ar/clacso/otros/20111211110712/HOST3.pdfa fines del siglo XX.
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